lunes, 12 de septiembre de 2011

Una vez más

Una vez más, cuando más lo necesitaba, el tren me trae a París. Excitado por las promesas que me susurra de nuevo, esta vez no puedo rendirme del todo a sus encantos. Derrotado, exhausto, enfermo y ahora a punto de nacer, no puedo evitar compararla contigo.

En la noche de boulevares infinitos en los que se esconden las palabras ya escritas por poetas muertos, dejo de prestarles atención y encuentro tus ojos, mirándome con la misma intensidad que imaginé en ellos un día.

Recorro en soledad las duras vigas de hierro que componen la obra de Eiffel y, de repente, el frío del metal se derrite, dejando paso a la suavidad y el candor que recordaré de tu piel. De tu piel de terracota.

Escapo hacia el Sena, pero aunque buceo con todas mis fuerzas en sus aguas, en lugar de perderte, encuentro en su lento fluir las curvas de tu rostro. Tus labios, que aún anhelo besar, perfilándose en las ondas de la corriente.

Caigo rendido entonces ante las viejas y nuevas tumbas que adornan Montparnasse. Grito tu nombre a los muertos que las habitan desde hace siglos, algunos inquilinos aún estrenando caja, y ellos me responden, acariciando los árboles con el aliento de la ciudad en la que duermen, que hoy no estás, que puede que nunca llegues a estarlo otra vez, pero que conserve tu imagen, el sonido de tus suspiros y el olor de tus cabellos. Como verás, tienen un gran sentido del humor. Y yo debo tenerlo también. Siempre me gustaron los consejos de aquellos que se fueron.

Eché de menos lo que no conocía, soñé con tus besos, tus caricias y tus miradas. Y ahora que las conozco, que las he apartado de mí, no puedo hacer otra cosa que darme cuenta de lo estúpido que soy al haberme permitido hacerlo.

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