domingo, 4 de diciembre de 2011

Parábola del caminante

Cierto día, un caminante paseaba por un camino. El hombre se detuvo frente a otro que trabajaba laboriosamente cortando madera.
 - Buenos días- dijo desde el sendero.
 - Buenos días- respondió el otro sin pararse.
 -¿Qué es lo que está haciendo, buen hombre?- preguntó.
 - Estoy cortando troncos para construirme una casa en la que vivir- respondió orgulloso.
 - Estupendo, estupendo, entonces no le entretengo más, que tenga un buen día- y el caminante siguió su camino.

 Con el paso del tiempo, el caminante vio cómo la casa tomaba forma poco a poco hasta que finalmente estuvo acabada. Varios días después, el caminante encontró de nuevo al hombre trabajando, esta vez cavando cerca de la casa.
 - Buenos días- saludó sonriente.
 - Buenos días- contestó el otro.
 -¿Qué es lo que está haciendo esta vez, buen hombre?
 - Oh, pues, cavo un pozo que me provea de agua- dijo.
 - Estupendo, estupendo, entonces no le entretengo más, que tenga un buen día- y el caminante siguió su camino.

 Los días se convirtieron en semanas y el caminante pudo ver cómo el pozo iba tomando forma poco a poco hasta que estuvo terminado. Entonces, cuando ya habían pasado varios meses y el caminante observaba el tejado de la casa y las curvas del pozo como un elemento más del paisaje, encontró al hombre clavando unas estacas alrededor de ambos.
 - Buenos días- dijo sin salir del camino.
 - Buenos días- respondió mientras seguía golpeando.
 -¿Qué es lo que está haciendo, buen hombre?
 - Ahora que he acabado la casa y cavado el pozo voy a levantar una cerca.
 -¿Para qué?- inquirió, extrañado.
 - Para que todo el mundo sepa que lo que hay tras ella es mío y que esta es mi casa- contestó sin más.
 -¿Y por qué no construye también una jaula de cristal para encerrar el aire?
 -¿Cómo dice?- preguntó, deteniendo el martillo para mirarle.
 - Así como levanta una cerca en la tierra, así como excava un pozo para el agua que corre bajo nuestros pies, ¿por qué no encerrar el aire que pasa alrededor de su casa?
 - Pero..., eso es imposible, señor.
 - Pero si fuese posible, ¿lo haría?
 - Pues no..., supongo que no, señor.
 -¿Y por qué no?
 - Por que el aire no tiene dueño, claro, sería una locura intentar encerrarlo.
 -¿Y la tierra y el agua sí lo tienen?- preguntó una vez más-, ¿por qué, por que podemos acotar la primera y almacenar la segunda?
 - No lo sé, señor- dijo, un tanto confundido por las palabras del extraño.
 -¿Sabe lo que pasaría si pudiese ponerle cerrojos al aire?, que puede que usted no lo hiciese, pero alguien lo haría y se ahogaría en su propia avaricia- concluyó el caminante con severidad-. He visto cómo en estos meses cortaba los árboles que había al borde del camino para edificar su casa y nada he dicho porque es justo que un hombre tenga un techo bajo el que vivir. También he visto cómo cavaba su pozo y empleaba piedras de los alrededores para levantarlo y tampoco he dicho nada porque un hombre debe poder calmar su sed. Mas, ahora pretende construir una valla para que nadie pueda pisar lo que nunca fue de nadie si usted no lo quiere, ¿qué sería de usted y de su valla si yo ahora cercara este camino que recorro todos los días y le impidiese ir por él?
 - Que iría por los bosques o las colinas, claro- sonrió.
 - Los bosques también tienen dueños, y los prados y las colinas. Las montañas, los ríos y los mares y los cielos, todos tienen un dueño, celosos guardianes de sus propiedades. Dígame, ¿qué es lo que haría entonces usted con su cerca?
 - En ese caso, no lo sé...
 - Lo único que habría conseguido es darles la razón- dijo apenado-. Con sus cercas, con el mío y el suyo, finalmente todo acabaría teniendo dueño. El aire, la luz del Sol, los pájaros, los peces... todo sería de alguien. Si alguna vez llega ese día, aquel que tenga un pozo será un tirano en tiempos de sequía, quien posea animales dejará que otros pasen hambre si no pueden darle lo que les pida a cambio- suspiró y siguió andando, seguido por la mirada del hombre-. Usted, con su cerca, no hace más que convercerme de que, al final, habremos acumulado tanto rencor y envidia hacia nosotros mismos que nos haremos seres mezquinos, criaturas viles a las que les dará lo mismo los padecimientos del prójimo y, por mucho que suceda después, ya no sabremos vivir de otra forma.
 El caminante desapareció tras una vuelta del camino. El hombre se quedó pensativo durante largas horas, mirando las estacas que ya había clavado. Entró en la casa y salió con una azada, decidiendo que lo mejor sería aprovechar parte del trabajo hecho para empezar un pequeño huerto.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Diciembre

 Diciembre era el nombre con el que el viejo Julio Sol, un tipo singular con un sentido del humor algo peculiar como podréis comprobar, había bautizado su villa.
 A lo largo de su dilatada vida (algunos comentan que si fuese cierto todo lo que cuenta debería de tener más de cien años, rumor que se hizo tan fuerte que los vecinos llegaron a tachar de falso el certificado de nacimiento que el Tomás, que tiene un hijo juez que trabaja en la capital, trajo a la taberna para que todos supiésemos la verdad) trabajó, siempre según él, de todo: agricultor, leñador, nada más y nada menos que en el Amazonas, herrero, "cuando ver un coche era más raro que un billete de cien pesetas", jardinero, camionero, "hace poco", carnicero, mayordomo... y la lista continúa, tan variada que parece la de un personaje de ficción y tan larga que aburre.
 El viejo Julio (tan viejo que a veces insistía, sobre todo cuando ya llevaba unas cuantas copas de vino, en que era tan viejo que le llamásemos Agosto) era todo un esperpento: calvo como un buitre salvo por el reguero de pelos que le crecían de sien a sien y le caían por la nuca como una cortina apolillada. Unas orejas grandes, oscuras y sobre todo velludas le salían a ambos lados de la cabeza, rivalizando con la obra faraónica que era su nariz, sosteniendo entre las tres unas gafas de pasta marrón y cristales gruesos. Sus ojos azul cielo, enormes y siempre abiertos que más parecían los de un búho, o los de un topo si se quitaba los lentes, miraban con viveza debajo de las techumbres blancas que tenía por cejas. Desdentado, con los labios hundidos y las mejillas chupadas, bien parecía que podría sacar chapas con la mandíbula o arar surcos con el mentón.
 Cuando llegó al pueblo, hace ya diez años, fue directamente al ayuntamiento, mantuvo una entrevista de tres horas con el Gregorio, el alcalde, naturalmente, salieron los dos charlando muy animados y fumando puros de los que guarda el Gregorio para cuando le visitan personajes de la clase política y otros de su misma ralea, y se metieron en casa de Ángel, el notario. Poco después, Julio ya era dueño de la villa que nosotros llamábamos del Patapalo, otro insigne vecino, casi una leyenda, igualmente peculiar que había fallecido varios años antes, y de las tierras de la colina que la rodean, ya que, al haber muerto sin herederos, su patrimonio había pasado a manos de los lobos y estos no tuvieron ningún problema en venderlo.
 Las viejas, especialmente Rosinda y Carmen que no tienen otra cosa que hacer en todo el día que darle a la sinhueso, no daban a basto. Surgieron más rumores de aquellas dos bocas en una semana que noticias en los periódicos en todo el año. Por supuesto, que el aludido no saliese de su recién estrenada casa en varios días no hacía más que suscitar la curiosidad y activar la imaginación de las mentes ociosas del pueblo. Que había pagado el inmueble, las fincas y los emolumentos de Ángel a tocateja era casi seguro, pero las teorías a cerca de la procedencia de ese dinero fueron de lo más variopintas (se llegó al extremo de fantasear con tesoros enterrados, no digo más).
 Mientras los vecinos hablaban, pasaron los días y tres camiones de mudanzas atravesaron el pueblo y se pararon delante de la casa del Patapalo. La de bultos que vimos salir de aquellos camiones, cajas y cajas de cartón, muebles de varios estilos y épocas, sin duda antigüedades, un piano... Aquello fue como una bomba. Pobre Julio, debieron zumbarle tanto los oídos que no sé si dormiría esa noche. Su encierro, lo misterioso de su comportamiento, si es que tiene algo de misterio, y semejante despliegue de medios alarmaron de tal modo a la vecindad que cuando tanto Gregorio como Sebastián, el párroco, estuvieron hasta las narices de escuchar tonterías fueron a verle, con una buena comitiva de bastones y dentaduras postizas detrás, y le citaron a darse a conocer en la plaza mayor durante las fiestas de la vendimia que ya estaban próximas. Aceptó y de que buen agrado, sin sorprenderse ni lo más mínimo por el nutrido grupo de personas que se agolpaban en su porche.
 La noche de la fiesta todo era expectación. La gente no dejaba de murmurar, los menos combatían los nervios bailando y los más comiendo y bebiendo. Los jóvenes, que llevábamos esperando a las fiestas para reencontrarnos con viejos amoríos a los que el trabajo, convenientemente, no nos dejaba ver el resto del año no podíamos hacer nada sin que los ojos vigilantes de los viejos nos censuraran, como si no entendiéramos la gravedad de lo que estaba por suceder. Las horas pasaban y poco a poco la fiesta fue tomando sus derroteros habituales, ya que se pensaba que el extraño vecino no iba a acudir a la cita.
 Al dar las doce en punto, alguien soltó una risa que más parecía un trueno y nos giramos. Nunca olvidaré el silencio con el que se anunció la aparición de Julio en la plaza. Sonriendo de oreja a oreja, con aire augusto y triunfal, no se le había ocurrido otra cosa para presentarse ante un pueblo que le era más bien hostil que cubierto con una toga, atada al modo de los romanos o los griegos, que dejaba al descubierto un pecho esquelético sembrado de pelos blancos y unas piernas flacuchas como alambres, una corona de laurel en la cabeza y un tirso, con piña y todo, en la mano. Ante el asombro general, Julio se fue acercando a uno de los bancos del centro de la plaza, saludando a un lado y a otro como si conociese a todo el mundo. Raúl, el pianista de la orquesta y reconocido bromista, se recuperó de la impresión, se hizo al teclado y se puso a tocar la Marcha Triunfal de Aída. El viejo Sol, lejos de sentirse intimidado por la burla musical, se puso la mano en el pecho, levantó la cabeza hasta que casi se pudo oír el chasquido de los huesos, y midió el paso a las notas hasta que, con el último compás, tomó asiento. Todo un espectáculo. No sé quién empezó a reírse primero, pero viendo toda aquella escena la risa se hizo incontrolable y acabamos todos riendo. Ciertamente no nos reíamos de él, si no con él, digno sucesor de las costumbres del Patapalo como contaban los más veteranos. Según fue avanzando la fiesta descubrimos dos cosas, la primera, que iba así vestido en honor a Dioniso, "que por algo es el dios del vino", y la segunda, para nuestra desgracia, que mientras Julio tuviese fuerzas para estar en la plaza no nos quedaba más remedio que ver como bailaba con todas las chicas, jóvenes y maduras, casadas, solteras o viudas, a las que pudiese echar mano como si de un auténtico sátiro se tratase. Lo cierto era que se había ganado al pueblo entero.
 Con el tiempo fuimos viéndolo cada vez más por la calle, paseando siempre meditabundo, como si le preocupase algo, con los ojos clavados en el suelo y las manos a la espalda, mirando de cuando al cielo y calándose la boina en un gesto que sólo se podía interpretar como una reprimenda a su curiosidad. Más tarde paseaba con los perros que la Jacinta, la esposa de Juanma, el carnicero, no había podido regalar, llevándoselos minutos antes de que los subiesen al coche para llevarlos a la perrera. Nos acostumbramos entonces a escuchar sus gritos llamando por Otoño e Invierno, cosa que le resultaba muy divertida desde que empezaba hasta que acababa el verano y que usaba para tomarnos el pelo a los demás durante las mencionadas estaciones, de modo que no sabías si estaba hablando de los perros o del tiempo (nunca supimos por qué le gustaban tanto los chistes sobre los meses y las estaciones).
 Se hizo asiduo visitante de la casa de Francisco, la única taberna del pueblo, "la única que tiene un vino que me gusta", y allí se le podía encontrar casi todas las tardes dando buena cuenta del queso curado que elaboraba el propio Francisco y de las raciones de callos todos los domingos, a las que no faltaba por nada del mundo. En más de una ocasión usó esta costumbre como disculpa ante las gentes más practicantes del pueblo para explicar que "no puedo ir a misa mientras la mujer de este buen hombre me tiene preparado semejante manjar".
 El viejo Julio era, sin duda, un derroche de simpatía, sabiduría y experiencia a partes iguales. Pero con la llegada del invierno todo cambiaba, se le veía taciturno, ensimismado, casi dejaba de hablar y la sonrisa con la que habitualmente te recibía se apagaba en una leve mueca que casi daba pena. Estos síntomas se agravaban cuando se abrían las puertas de Diciembre, el único mes del año durante el que a penas sí salía, a veces parecía que sólo lo hacía para darle el gusto a los perros de coincidir con sus congéneres. Tenía no obstante una costumbre que tampoco variaba en esta época del año: entraba en la taberna, ocupaba una mesa que había en la esquina más alejada de la puerta y pedía una botella de vino con dos vasos. La primera vez que lo vimos nos pareció otra de sus particularidades, pero era ésta la única en verdad perturbadora. Se sentaba durante horas, rellenando su vaso sin tocar el otro que siempre ponía vacío delante de él, bebiendo hasta que dejaba la botella a la mitad, después se levantaba, pagaba y echando una última mirada a la mesa, se iba sin decir nada. Hubo un día en el que el Sebastián, después de salir de misa, entró y se lo encontró en esa postura, le preguntó primero a Francisco pero, claro, nada sabía, solamente pudo decirle que era costumbre suya hacerlo siempre por aquellos días, así que, extrañado, se acercó a la mesa y le preguntó qué era lo que le pasaba. Yo tuve la fortuna de estar lo suficientemente cerca para escuchar lo que el viejo Julio Sol, aquel 8 de Diciembre, le dijo al cura: "He vivido una vida larga... he vivido más de lo que yo nunca pensé que fuera a vivir y, en consecuencia, cada día lo viví como mejor supe y nunca he tenido una forma mejor de aprovechar el poco tiempo que me quedaba que amar. La mayoría viven pensando que el tiempo que tienen es infinito y lo malgastan como si no valiese nada, lo tiran acumulando riquezas para pasar su inmortalidad, lo tiran luchando por un poder que parece diseñado para arrebatarle el tiempo a otros, lo tiran envidiando, odiando y destruyendo las vidas inmortales de los demás de una u otra manera. Yo lo gasté amando. Amé a muchas mujeres y a muchos hombres, los amé durante años o sólo durante los minutos que estuvieron ante mis ojos, a algunos en carne, a otros en espíritu y a menos de los que me habría gustado en ambas. Amé canciones, libros, casas, calles, voces, brisas, sabores... Amé a mi padre y a mi madre, aunque me lo pusieron difícil, a mis hermanos, a mi esposa y mis hijos. Me amé también y a mis temores, dudas y recelos. Hoy es mi cumpleaños, Sebastián, y lo celebro con todos aquellos a los que en esta vida he amado y ya no están y con aquellos que están pero a los que ya no puedo llegar." Fue la primera y creo que última vez que Sebastián se quedó sin habla. Aquellas palabras causaron una profunda impresión en todos los que pudimos escucharlas y, aquella noche, todos lloramos con Julio cuando se fue.
 Hoy, otro 8 de Diciembre, me gustaría alzar una copa de vino y brindar por todos aquellos a los que hemos amado y ya no están y por aquellos a los que ya no podemos llegar como habría hecho el viejo Sol ya que, como bien dijo, nuestro tiempo aquí acaba agotándose y hoy hay una botella y dos vasos vacíos sobre una mesa a la que nadie se va sentar.
 ¡Salud!

domingo, 9 de octubre de 2011

Cuestión de lógica

 Es una mera cuestión de lógica, aún para las mentes más impermeables. El hecho de que en un bar haya una botella rota al lado de una roja brecha en la cabeza de algún individuo con cristales clavados en la piel, posiblemente, y digo sólo que posiblemente, relacione ambos factores en una ecuación lógica y razonable de muy sencillo cálculo.
 Con esta innegable victoria del pensamiento racional bien presente, cuando encontré a mi esposa semidesnuda y jadeante en la cama, y a un hombre sacándose con cuidado un preservativo en el baño de nuestro cuarto, no me quedó más opción que pensar que se habían dado un homenaje en el lecho que habitualmente me gustaba usar para dormir y que, atando cabos, aquel tropezón con el dintel de la puerta no me lo había dado con el hombro, sino con los largos, preciosos y vergonzantes cuernos de reno que me había puesto la santa, y ahora más bien puta, de mi mujer.
 He tenido mucho tiempo para recapacitar desde aquel día y puede que mi reacción entonces no fuese la más correcta o civilizada, pero es que, viendo aquella escena, los tres congelados como en una foto, con sus expresiones de asombro y luego vergüenza con las que se burlaban de los años que llevaba sacrificando mi vida, trabajo y resultante dinero para sacar adelante mi matrimonio, pues supongo que me enfadé de verdad.
 A día de hoy todavía no sé de dónde pude sacar las fuerzas para agarrar a aquel indeseable de las pelotas, arrastrarlo hasta la cama, sacar al Cristo de acero que teníamos en la cabecera, testigo mudo de aquel agravio contra todo lo bueno que creía haber dado y recibido, y hundírselo en la boca, tirándole varios dientes en el proceso por que aún se resistía, hasta que el pico de metal en el que remataba el travesaño principal de la cruz le salió por la nuca. Lo que sí supe, sé y sabré es que ver la sangre de aquel cabrón tiñendo rápidamente las sábanas es la visión más placentera que he tenido ocasión de presenciar, palabra.
 Mi esposa, hasta entonces estupefacta, despertó de repente cuando el calor de su amante le salpicó rojo, y no blanco como era lo habitual durante sus visitas, en la cara. Se puso a gritar como una loca, perdió completamente los papeles, cosa que no debería hacer una mujer madura como ella, y yo, que ya había tenido mi ración recomendada de chillidos castrati al coger al cabrón por uno, sino el más, de los apéndices sensibles de la anatomía masculina, me dejé llevar por el desprecio que su mera presencia me provocaba. Abrí el cajón de mi mesilla, cogí unos calcetines y se los metí hasta la garganta, provocándole arcadas. Después, mientras estaba encima de ella, fui envolviéndola con la ropa de cama y allí la dejé, bien atada y mejor amordazada al lado del otro.
 Al verla en aquella situación, llorando, babeándose, con el cadáver del amante mirando al techo con el Cristo aún clavado como si fuese el propio monte Gólgota, me invadió un cansancio indescriptible. Me senté a los pies de la cama, encendí un cigarrillo y me puse a pensar en lo que debía hacer a continuación. Para ahorrar más detalles escabrosos y, la verdad, que poco recuerdo del maremágnum de ideas que me rondaba por la cabeza, diré que acabé el cigarrillo y la solución vino sola.
 Abrí el armario y cogí sábanas limpias. Fui a la cocina y busqué la cinta de carrocero. Me cargué el cuerpo del tipo al hombro y me lo llevé de vuelta al baño, allí le extraje el Cristo, lavé la sangre lo mejor que pude, taponé la herida para que dejase de sangrar y lo amortajé con las sábanas y la cinta. Aprovechando que la tenía a mano y así asegurarme de no llevarme sorpresas, me preocupé de fijarle los calcetines a mi mujer a la boca con la cinta, de modo que no pudiese escupirlos y gritar.
 Ya tenía la mitad del trabajo hecho, lo que quedaba era relativamente sencillo. Antes de que todo esto estallase, trabajaba como enterrador en un cementerio no muy lejos de mi casa. Aquella misma mañana había abierto un agujero para meter el cajón de un viejo que se había muerto de un infarto y, como decidí taparlo por la tarde y volver a casa para llevar a mi mujer a comer a algún restaurante porque la notaba algo distante, conseguí dos cosas: descubrir el pastel y un lugar perfecto para hacer desaparecer el cuerpo que se ponía rígido en mi bañera.
 Sin pensármelo dos veces, recogí el bulto que era ahora el malnacido que se tiraba a mi mujer, me acerqué a ella para darle un beso en la frente y decirle que ya hablaríamos cuando volviese y me fui, atrancando primero la puerta de la habitación y cerrando la de la calle con llave, llevándome todas las copias de las mismas. Creo que fue el viaje de cinco pisos en ascensor más largo de mi vida, pero no me vio nadie, suerte que nuestro bloque tenía garaje subterráneo. Cargué al muerto en el maletero y conduje tranquilamente hacia el cementerio. Por desgracia, un gilipollas se había saltado un semáforo en rojo en un cruce y otro gilipollas que le iba a la zaga provocaron un accidente en el que se vieron implicados doce vehículos causando, como luego supe por los periódicos, tres muertos y varios heridos. Aquel contratiempo convertiría un breve paseo de diez minutos en una agonía que se prolongó durante una hora. No importa, pensé.
 Llegué al cementerio y acerqué el coche a la tumba, pero a nadie de los que venían a reverenciar a sus muertos le extrañó por que solíamos llevar así las herramientas. Cuando no había nadie mirando, saqué al desgraciado del maletero y lo tiré sin contemplaciones al agujero. Creo que le escupí. Cogí la pala y cubrí de tierra a los dos, al viejo y al hijo de puta que me los había puesto.
 Satisfecho conmigo mismo conduje de vuelta a casa. Como se había producido aquel choque y no me apetecía volver a tardar tanto, di un pequeño rodeo. Cuando llegué, la puerta de la calle seguía cerrada, naturalmente, y también la de la habitación, pero mi mujer no estaba en la cama. La ventana de nuestro dormitorio estaba abierta y daba a un estrecho patio de luces, pero vivíamos en un quinto piso. Alarmado, corrí a la ventana y me asomé temiendo ver el cuerpo destrozado e mi mujer contra el patio del primer piso. En parte aliviado, en lugar de aquella imagen vi una tabla apoyada contra el alféizar de la ventana del vecino de al lado. La muy cabrona se había desatado, pedido auxilio y aún encima el capullo del vecino le había echado una mano. Seguro que también se la había tirado el muy cabrón.
 La policía me encontró poco después intentando echar abajo la puerta de la casa con un horrible galgo de acero a escala real que una tía suya nos había regalado por Navidad.
 ¿Hice bien?, no lo sé ¿Me excedí?, puede. Mi abogado dice que intentará alegar enajenación mental transitoria o algo así para que me rebajen la pena, pero no es muy optimista, dice que lo hice demasiado bien, como demasiado planeado para que el jurado se lo trague. En todo caso, espero que el juez entienda que yo nunca, nunca le habría hecho daño a mi mujer, nunca, es sólo que, cuando el hijo de puta que se está cepillando a tu mujer es, aún encima, el jefe que te ha cargado a horas extras, que no llegó a pagarme por cierto, para tener vía libre, coño, te cabreas.

martes, 4 de octubre de 2011

En la boca del lobo - Capítulo 2


"Y no le compadecerás; vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie." Deuteronomio 19:21

-¡Eh, tú, pedazo de mierda!- aunque gritó con todas sus fuerzas, la música estaba tan alta que podía no haberle escuchado-. ¡¡Te estoy hablando a ti, gilipollas!!
-¿Qué coño quieres?- preguntó el hombre sin girarse y sin alzar la voz, como si hablase con el vaso que tenía delante.
-¡¡Te estoy hablando!!- aulló, dándole una patada al taburete en el que se sentaba el otro, tirando ambos al suelo-. ¡Levántate, cabrón, levántate!
- Me cago en la puta...- alzó la cabeza y vio a los tres gorilas mirándole desde arriba. Alrededor de los cuatro se había formado un círculo que alejaba la marea humana que aún bailaba, casi por completo ajena a ellos, al ritmo de aquella taladradora de tímpanos que no callaba nunca-. Esto era completamente innecesario, amigo.
-¡Cabrón de mierda!- dijo el matón, agachándose para agarrar al hombre por las solapas de la cazadora y levantarlo a pulso en una demostración más de fuerza bruta-. ¿¡Es que estás sordo!?
- No- dijo lacónico- te he oído la primera vez, eres tú el que no usa bastones para los oídos.
-¿Es este tarado, Jimmy?- le preguntó a alguien a sus espaldas sin apartar los ojos de lo que sostenía.
- Sí, James- respondió uno de los brutos que lo acompañaban echándose una mano a la nariz, que aún seguía sangrando bajo los improvisados vendajes de papel higiénico y esparadrapo-, este es el hijo de puta que me ha roto la nariz.
-¿Estás seguro?- inquirió incrédulo.
- Sí- contestó el hombre con una sonrisa, inclinando la cabeza para mirar la cara enrojecida del herido-, yo le arreglé la cara a tu amigo Jimmy, y gratis además. Cualquier otro le habría cobrado por tan necesaria cirugía, ¿no te parece?
- Te ha tocado el premio gordo, colega- dijo James rechinando los dientes-. Cuando terminemos contigo no van a saber...
-¡Cállate de una puta vez y dame!- exclamó el desconocido de repente, interrumpiéndole. James quedó perplejo durante unos instantes, pero la rabia volvió a sus ojos en seguida y descargó sobre la cara del hombre un puñetazo que lo proyectó contra la barra, haciéndole chocar contra ella con tal violencia que la hizo temblar en una avalancha de vasos-. A que no era tan difícil...- murmuró, echándose la mano a los labios y mirando en ella la sangre que recogía.
 -¡Vamos, arriba, vamos!- gritaba el matón, alzando los puños como un púgil-. ¡Te voy a partir la cara, maricón!
 - Que poco respeto...- negó con la cabeza mientras se levantaba-. ¿Sabe tu madre que te dedicas a ir llamándole eso a la gente como si fuese un insulto?- preguntó distraído, absorto en la tarea de sacudirse el abrigo con cuidado de no cortarse con los cristales que le habían caído encima-. Perdón, a lo mejor a tu madre no, pero seguro que a tu padre no le haría ninguna gracia.
 -¡¡Te voy a reventar!!- echó el puño hacia atrás y lo lanzó contra el hombre. Antes de que los nudillos encontrasen su objetivo, el desconocido se hizo a un lado y le abofeteó la mejilla en un mismo movimiento.
 - Venga, James, cuando no me movía lo sabías hacer muy bien- sorprendido por segunda vez, el joven tardó un momento en ordenar sus pensamientos y ponerse de nuevo en guardia. Volvió a intentar golpear aquella cara y nuevamente lo esquivó y le abofeteó, lo intentó una vez más y el resultado fue el mismo. Una furia que no podía contener afloró a las mejillas del bruto y se abalanzó sobre el extraño, que en ese momento le cogió de las muñecas, deteniéndolo-. Así no, James- el hombre hundió sus dedos en la carne que tenía entre ellos, el matón dejó escapar un gemido de dolor y aflojó los puños. Con un repentino tirón, el desconocido giró y abrió los brazos y James cayó de rodillas en el suelo, aullando de dolor, mirando con angustia el ángulo en el que le habían doblado los suyos-. Así, se hace así.
 -¡¡Cabrón!!- el otro montón de músculos se echó hacia delante con los puños preparados, en un segundo ya estaba encima de ellos. El hombre soltó los brazos de James, que se quedó postrado por el dolor, y con ambas manos apartó el puño de su atacante, propinándole un fuerte cabezazo en la nariz cuando la inercia lo acercó a él-. ¡¡Mi nariz, me ha roto la puta nariz!!- gritó al caer, echándose las manos a la cara, con la sangre manando entre los dedos.
 - Sí... dos narices seguidas- jadeó el extraño, frotándose la frente-, debe ser... mi día de suerte, muchachos.
 -¡¡Te mataré!!- Jimmy, que hasta entonces se había quedado quieto, saltó por encima del segundo matón y embistió como un animal. Con todo su peso en aquella carga, arrolló al hombre y ambos fueron a dar contra la barra, golpeando la espalda del otro contra ella. El hombre forcejeó para sacárselo de encima en vano, Jimmy lo tenía bien agarrado y al momento la emprendió a rodillazos con su estómago-. ¡¡Jódete, jódete, jódete!!- repetía con cada ir y venir de la pierna. El desconocido consiguió colar un brazo entre los del gorila y le cogió la nariz con el pulgar y el índice, apretando el tabique nasal. Jimmy soltó un alarido que se pudo escuchar por encima de la música y se quedó quieto, cerrando los puños en torno a aquella mano que lo torturaba.
 - Control... de la ira...- tosió con la mano en el estómago-, te hace falta, Jimmy- se echó hacia adelante, alejándose de la barra, y apretó aún más la pinza de sus dedos, las piernas del joven fallaron y cayó al suelo junto a su compañero, ambos con las narices destrozadas.
 Entre tanto, James, que se había recuperado, cogió un taburete con ambas manos, estrellándolo contra los hombros del extraño, haciendo que diese varias zancadas hacia adelante para no perder el equilibrio.
 -¡Te voy a dejar nuevo, colega!- rió triunfante, persiguiendo a la aturdida figura para volver a golpearla. Como si fuese un bate, lo puso detrás de la nuca y trazó amplio arco. El hombre se agachó y el taburete pasó por encima de su cabeza. Se alzó de un salto y, antes de que el joven pudiese reaccionar, le propinó un fuerte puñetazo en el vientre, robándole el aliento, y otro en la mejilla, echándolo hacia atrás.
 - Ahora me has cabreado- dijo y metió la mano en el bolsillo del gabán, extrayendo una pequeña barra rematada en una esfera metálica que, con un golpe seco, se mostró en su verdadera longitud con un sonido que hizo estremecerse a los que pudieron oírlo-. Vas a cagar dientes durante un mes, chico- en ese momento se dieron cuenta de que la música ya no sonaba.
 - Espera un momento, Conan, ya está bien, suelta la extensible ahora mismo- dijo una voz femenina a las espaldas del hombre, que notó una presión y algo frío posado contra su nuca-. ¿Es que no me has oído?- la presión se hizo un poco más acuciante y obedeció-. Bien, ya habéis causado suficiente alboroto por hoy, quiero que os vayáis todos de mi maldito local y que no volváis en vuestra puta vida, ¿entendido?- los chicos se levantaron y se fueron como pudieron, pero el hombre se giró lentamente y sus ojos se encontraron con los zafiros de la que le hablaba. Una melena rubia caía sobre sus hombros blancos, rectos y fuertes, casi masculinos. En su cara afilada, de duras y frías facciones como las de una estatua, no se leía nada más que desprecio. Pero un brillo de reconocimiento se hizo en aquellos ojos profundamente verdes, surcándolos como un rayo y los labios de rojo se abrieron en una mueca de asombro-. No puede ser...- dijo con un hilo de voz, apartando la pistola de la cara del hombre sólo para volver a posársela contra la frente, dibujando un rictus de ira-. Tienes unos huevos que no te deben de caber en los calzoncillos para montarme este espectáculo.
 - Katyu...
 -¡No te atrevas!- gritó ella, interrumpiéndole-, ¡no te atrevas a llamarme así, bastardo asqueroso!
 - Está bien- dijo con una sonrisa, levantando las manos-. Está bien. Hola, Yekaterina.
 -¿¡Hola!?- empujó al hombre con fuerza sin bajar el arma-. Después de cinco años sin saber nada de ti vienes aquí, me jodes el negocio, te dejan hecho una mierda, te pongo una puta pistola en la puta cara, ¿¡y todo lo que se te ocurre decirme, jodido gilipollas, es hola!?
 - Te echaba menos.
 -¡Veta al Infierno!- exclamó. Durante unos segundos se quedó mirando aquellos ojos y aquella sonrisa surcada de sangre. Dio un sonoro suspiro y dejó de encañonarle-. ¡Tolya!
 -¡Da!- respondieron desde alguna parte del local, ya vacío.
 -¡Echa a todos los que aún se estén metiendo en el baño y echa el cierre!
 -¡Bien!
 - Nos vamos- dijo con voz cansada-, hay que ponerte algo en ese labio.
 - Katyusha, yo...
 - No, te he dicho que no me llames así- respondió sin mirarle-. Aún no.
 - Necesitaba hablar contigo...- dijo él con un tono que era casi de súplica-. Los estoy buscando...
 -¡Joder, Lawrence, cierra la puta boca!- chilló-. Tú... sólo... no digas nada hasta que lleguemos a casa- se alejó a pasos firmes y elegantes, con el vestido negro casi lamiendo el suelo pero sin llegar a tocarlo, dando la impresión de que en realidad sus pies tampoco llegaban a hacerlo.
 -¡Lawrence!- le llamó otra voz, esta vez masculina, alejando su atención de las curvas de la mujer. Se giró  y no pudo apartarse a tiempo de la trayectoria de un puño que se precipitó contra su cara con una fuerza que a punto estuvo de romperle la mandíbula. Cuando el mundo volvió a su posición original y las luces dejaron de danzar ante él, alzó la cabeza y lo vio. Un titán de dos metros de altura, con una espalda y unos brazos que no desmerecerían los de Atlas, embutido en un traje negro con una corbata que en su ancho pecho se veía ridícula. Sobre sus ojos azules y claros como el hielo, lucía una cabellera pelirroja.
 - Vaya- tosió dolorido-, Mijail, siempre es un placer que me rompas la cara...
 - Debería arrancarte la lengua y hacértela tragar- respondió, abriendo y cerrando el puño.
 - Seguro que así mejoraba mi ruso.
 -!Hijo de...¡- lanzó una de sus enormes manos al hombro de Lawrence, que ni siquiera hizo un intento de defenderse, levantando la otra ya cerrada con el pensamiento de hundírsela en el cráneo si se veía capaz, pero con visible esfuerzo se contuvo-. Eres un estúpido, tenías que haberte quedado en tu agujero y pudrirte en él.
 - Llevo haciéndolo demasiado tiempo, Mijail- respondió, posando una mano en la que aún le agarraba el hombro-, ya era hora de volver.
 El gigante se quedó mirándolo con la misma expresión que Yekaterina y al cabo lo soltó con un bufido cansado.
  - Ya lo veremos, Lawrence, ya lo veremos.

lunes, 3 de octubre de 2011

Yo, Vampiro


 No es fácil ser un vampiro. Nunca lo ha sido y nunca lo será, menos aún cuando eres búlgaro y tus orificios nasales se unen en un sólo agujero en el maldito centro de la nariz, o casi peor, uno de esos polacos que de repente se levantan de la tumba y se ponen a comer kilos y kilos de pescado como si no hubiese un mañana.
 Cierto es que hemos vivido tiempos realmente duros, antes de que el pensamiento Ilustrado debilitase finalmente la fuerza de las supersticiones en la vida cotidiana y la literatura y el cine, maravillosas artes ambas, relegasen nuestra existencia a la pura ficción, la gente tenía costumbres realmente desagradables para evitar que te levantases de la tumba. Volviendo a lo horribles que pueden llegar a ser los búlgaros, no es que tenga nada en su contra, pero es que realmente se pasaban, tenían la malsana costumbre de cortarte extremedidades o los tendones de los pies para que no pudieses salir de tu bien cavada tumba o, si lo conseguías, que anduvieses lisiado por el resto de tus días. No menos bárbara era la costumbre de los gitanos de clavarte agujas de acero en el corazón y rodear tu sepulcro de plantas espinosas. Aunque conste que la manía de los griegos de bañarte en agua hirviendo para después incinerarte tampoco se queda atrás en salvajismo, y especial mención merece el delicioso sadismo de los alemanes que se te venían encima para clavarte una estaca en la boca.
 Además de todo lo mencionado anteriormente, está la fragilidad e ignorancia de los propios seres humanos, un buen ejemplo de la primera es la crisis alimentaria que desató la Peste Negra que asoló Europa, todos sufrimos bastante en aquellos años, y de la segunda sólo tengo que recordar aquella pequeña villa española en la que me asenté y que tuve que abandonar durante siglos, sí, amigos míos, siglos, por culpa de los sabuesos de la Inquisición y su paranoia religiosa.
 Hoy en día, sin embargo, tampoco tenemos las cosas mucho mejor. Por desgracia, el ser humano es un animal más bien simple, y cuando le coge miedo a algo que no podía entender en el pasado, aún teniendo explicaciones lógicas, factibles y perfectamente razonables en la mano, prefiere volver a pasar miedo y pensar que todo lo que sabe no deben de ser más que mentiras en favor de cuentos de viejas. Por supuesto, no es nuestro caso, los vampiros existimos, pero ya va siendo hora de que se pierda ese extraño interés en nosotros y se nos ponga a la altura de, qué se yo, los hombres lobo, que hace tiempo que nadie los busca.
 Por otro lado, y esto es culpa de la televisión y de los libros, todo sea dicho, los humanos tenéis la cabeza llena de pájaros y pensáis que cuando se es un vampiro todo son ventajas. Los cuentos de la literatura romántica os tienen sorbido el seso y se nota. Que si amores más allá del tiempo, que si cuerpos bellos y perfectos, la consabida inmortalidad, poderes sobrenaturales, elegancia felina y un sinfín de estupideces más que no puedo mencionar por que, la verdad, me da vergüenza. La última ocurrencia que habéis tenido es tan ridícula que casi me da asco pensar en ella. Para empezar, sí, inmortalidad, está muy bien decirlo así, pero, ¿a que nunca os habíais parado a pensar en un número inagotable de años teniendo que dormir en un ataúd, levantándoos al anochecer sólo para ir a buscar algo que echaros a la boca y después volver al mismo cajón, si es que queda un cajón al que volver y no un montón de madera podrida que cada vez que te estiras se te clava en todas partes hasta que acabas durmiendo contra la jodida tierra que se vuelve barro cuando llueve y cosas aún peores, a que no? Pues bien, eso, personalmente, tampoco me lo esperaba, pero es lo que hay. Poderes sobrenaturales, bueno, pues también está muy bien llamarle así a que tus huesos se vuelvan de una materia parecida a la gelatina y poder pasar por agujeros pequeños, pero para los que no somos polacos, más que un poder sobrenatural nos parece un estrago no atajado de la descomposición o algo semejante, y a lo de la lengua puntiaguda mejor no darle nombre. No es que seamos más rápidos, es que vosotros os tropezáis con vuestros propios pies al andar, tampoco es que seamos mucho más fuertes, es que un poco de ejercicio, así por lo general, no os vendría nada mal. Ni magia, ni transformaciones, ni nada que se le parezca, lo más, colmillos, por fortuna habéis acertado en algo y tenemos colmillos para poder romper la piel, llegar a los vasos sanguíneos y beber. En ocasiones he podido ver alguna película a través de la ventana de alguna casa y reírme sólo con los vampiros que muerden cuellos y no se manchan, realidades en las que las personas tienen graves problemas de exceso de hierro en la sangre y ésta debe brotar como si fuese chocolate, quedando todo limpio y reluciente como si hubiese pasado un simple mosquito ya que no se desperdicia ni una gota. También es verdad, por extraño que os parezca, que podemos tener sexo y hasta hijos, pero, en fin, yo no es que haya sido alguna vez el típico Adonis y eso que he vivido bajo la tiranía de varios cánones de belleza, que yo recuerde, los cadáveres hinchados y llenos de sangre, flacuchos cuando ésta se va escurriendo por la boca y otros orificios, no voy a entrar en más detalles, pálidos, con las uñas largas y llenas de suciedad y el pelo en unas condiciones similares (¿recordáis lo de dormir en el ataúd y toda esa mierda?, pues eso), no atrae ni a los hombres ni a las mujeres y, sinceramente, no creo poder hacerme cargo de un hijo en mi estado.
 Hablando de todo un poco, me gustaría añadir que el ajo, por lo menos en mi opinión, es un alimento muy saludable, ni me asquea, ni me derrito cuando lo toco, ni tampoco exploto, no me miréis así que son ideas vuestras, no me invento nada. La religión... cuando llevas un día muerto y levantas la cabeza por primera vez, lo que es la concepción de Dios y esas cosas, como que pierden todo su significado y te lo trae un poco al pairo. Las corrientes de agua pues, además de estar bien para sacarte un poco la porquería que acumulas, eran un lugar estupendo para encontrar a algún incauto a primeras horas de la noche, pero después contaminasteis los ríos y os cargasteis el invento. Si, tengo sombra, sí, también me reflejo en los espejos, aunque preferiría no hacerlo, la verdad.
 Lo más seguro es que a estas alturas os preguntéis por qué volvemos a la vida o quién fue el primero. A la primera pregunta sólo puedo decir que a mí me dieron una estupenda sepultura, siguiendo todos y cada uno de los ritos funerarios adecuados; muertes prematuras, considero que lo son todas; no era ni el séptimo ni el duodécimo de mis hermanos, todos ellos varones; ninguna marca extraña que me acompañe a día de hoy, ni siquiera nací en Sábado Santo o con la cabeza envuelta en parte de la placenta, mucho menos tragarme algo de ella, tampoco creo que me hayan maldecido por haber sido mala persona. A mí me mordieron y me desangraron hasta la muerte, concretamente, lo hizo el panadero, al que había mordido y desangrado su mujer, a la que había mordido y desangrado un vampiro que estaba de paso buscando una nueva tumba en la que quedarse. Un desastre, un soberano desastre. A la segunda pregunta he de decir que no lo sé ni sé si hay alguien que lo sepa, si lo hubo, creo a pies juntillas que ya no se encuentra entre nosotros, lo habréis matado en uno de vuestros raptos genocidas.
 A lo que viene todo esto, lo que llevo intentando decir todo este tiempo es que ser vampiro, de verdad, es una pesadilla, un aburrimiento, una maldición de marca mayor que no le deseo ni a mi peor enemigo. No os esforcéis tanto en querer alcanzar la vida eterna, por favor, y disfrutad de la que ya tenéis, por que, en mi experiencia, las alternativas son bastante, bastante malas.
Por lo demás, con que os olvidéis de nosotros, basta. Que tengáis buena noche y arropaos bien, me gusta veros bien empaquetados y listos para destapar y morder, llamadme exquisito.



Ah!, una cosa más, no sé por qué os sorprendéis tanto, hace mucho que nosotros sabemos lo que le pasaba por la cabeza a los de las sotanas. Allá atrás los sacerdotes hacían cabalgar a muchachos vírgenes sobre caballos vírgenes por los cementerios en busca de vampiros. Era una excusa muy pobre, igual que la de tener monaguillos, pero no pretendo juzgar a nadie y además es otra historia.


domingo, 18 de septiembre de 2011

Sombra


 -¿Por qué no te mueres?- inquirió con cierto cansancio.
- Vamos, vamos, muchachote, no te montes un drama a estas alturas- respondió dando una calada al cigarrillo que el otro había dejado en el cenicero.
- Estoy harto de ti- le espetó-. Eres desagradable a los cinco sentidos.
- Uf, eso ha herido profundamente mi amor propio, sobre todo viniendo de ti, amigo mío- sonrió.
- Se me agota la paciencia…
- Escucha, yo tampoco quiero estar aquí aguantando tu mierda, ¿sabes? Puedes regodearte en tu mediocridad en compañía de otro, pero por alguna extraña razón siempre acabas llamándome a mí…
- ¡Por favor, otra vez no!- exclamó, echándose las manos a la cabeza, tirándose con fuerza del pelo.
- Eres un fracaso: tienes un trabajo de mierda, una cochiquera por casa, no consigues encontrar una mujer que corresponda a tu amor como dices merecerte, eres esencialmente un fracasado y un pésimo ser humano- enunció y dio un trago al whisky-. Por cierto, la hipocresía te sienta fatal.
- Y tú eres todo un ganador, ¿verdad?- enarcó una ceja, esbozando una triste sonrisa.
-¿Cómo si no iba a estar dándote esta charla una y otra vez?- sonrió a su vez-. La hipocresía tampoco me sienta bien.
- Te estrangularía ahora mismo…
- Improbable de todo grado…- respondió de inmediato, encendiendo un cigarrillo con el que tenía entre los dedos antes de apagarlo-. En realidad, te encanta mi compañía. Además, me echarías de menos.
-¿Por qué siempre tienes que venir a machacarme?- le preguntó a punto de llorar-. No sabes cómo espero el día en el que pueda echarte de menos.
- No me hagas reír, siempre estaré aquí cuando me necesites.
-¿Qué es lo que quieres esta vez?- sollozó.
- Quiero desaparecer de tu mierda de vida, ¿me oyes?- dijo agarrándole la barbilla para levantarle la cara-. Ya estoy más que harto de que no sepas comportarte como un hombre.  
-¡Pues vete de una puta vez!- gritó dando un puñetazo en la mesa.
-¡Qué más quisiera!- se carcajeó retirando la mano y reclinándose en la silla-. Pero lo que tienes que entender es que, por mucho que me lo digas, no me lo acabo de creer, o lo que es peor, no tienes lo que hay que tener para convencerte a ti mismo. 
- Nadie te pidió que vinieses...
- Ya no sabes ni lo que dices- murmuró, negando con la cabeza-. Estás borracho otra vez, dentro de poco no vas a poder tenerte en pie sin una botella bajo el brazo.
- Hijo de puta- gruñía apretando los dientes con lágrimas en los ojos, clava la mirada en algún punto de su pantalón-. No voy a dejar que sigas haciéndome esto, ¿¡me oyes!?
- Patético- se echó a reír de nuevo, robando el último trago de whisky que quedaba en el vaso-, sinceramente patético...
-¡Ya basta!- sollozó-, por favor, ya basta.
- Ni siquiera suplicando suenas convincente- le escupió con desprecio.
Un destello de odio y rabia cruzaron por los ojos del hombre. Con el cuerpo temblando por la tensión, agarró el vaso vacío y lo lanzó contra la cara sonriente del otro. El vidrio atravesó el humo que desprendían los cigarrillos moribundos del cenicero y sin más se estrelló contra la pared, al otro lado de la cocina. Suspiró, miró a su alrededor y volvió a sentarse. Se había ido. Por esa noche ya había sido suficiente, todo lo que restaba ahora era borrar el recuerdo de su visita y anestesiar la promesa de las siguientes con el licor que aún quedaba en la botella.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Ciudadano

 Ciudadano, eres vil y maligno, por eso tengo que castigarte. Por favor, no grites, no llores, no te defiendas, no te alces en contra de los hombres que pago para garantizar tu seguridad y que lanzo a tu yugular. Ciudadano, lo hago por tu bien, es sólo que tú no eres capaz de verlo, pues eres corrupto. Nos crees en mi, me agredes con tus palabras, te manifiestas contra mis medidas, ofendes a los que aplauden mis palabras y se conforman con que los guíe, sustentando así mi autoridad. ¿Esperas que me quede de brazos cruzados mientras nos haces eso? ¿A nosotros? ¿A mí, a mí que tanto he trabajado por mantenerte en el buen camino? Eres un mal hijo, ciudadano, por eso te lleno el cuerpo de cardenales.
 Espero que algún día aprendas de tus errores y te vuelvas sumiso, manso, manejable. Ese día, ya verás, con el tiempo, que todo lo que hago, lo hago por ti, y que siempre, siempre, siempre tengo razón.                                                                                          

Firmado: El Estado.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Una vez más

Una vez más, cuando más lo necesitaba, el tren me trae a París. Excitado por las promesas que me susurra de nuevo, esta vez no puedo rendirme del todo a sus encantos. Derrotado, exhausto, enfermo y ahora a punto de nacer, no puedo evitar compararla contigo.

En la noche de boulevares infinitos en los que se esconden las palabras ya escritas por poetas muertos, dejo de prestarles atención y encuentro tus ojos, mirándome con la misma intensidad que imaginé en ellos un día.

Recorro en soledad las duras vigas de hierro que componen la obra de Eiffel y, de repente, el frío del metal se derrite, dejando paso a la suavidad y el candor que recordaré de tu piel. De tu piel de terracota.

Escapo hacia el Sena, pero aunque buceo con todas mis fuerzas en sus aguas, en lugar de perderte, encuentro en su lento fluir las curvas de tu rostro. Tus labios, que aún anhelo besar, perfilándose en las ondas de la corriente.

Caigo rendido entonces ante las viejas y nuevas tumbas que adornan Montparnasse. Grito tu nombre a los muertos que las habitan desde hace siglos, algunos inquilinos aún estrenando caja, y ellos me responden, acariciando los árboles con el aliento de la ciudad en la que duermen, que hoy no estás, que puede que nunca llegues a estarlo otra vez, pero que conserve tu imagen, el sonido de tus suspiros y el olor de tus cabellos. Como verás, tienen un gran sentido del humor. Y yo debo tenerlo también. Siempre me gustaron los consejos de aquellos que se fueron.

Eché de menos lo que no conocía, soñé con tus besos, tus caricias y tus miradas. Y ahora que las conozco, que las he apartado de mí, no puedo hacer otra cosa que darme cuenta de lo estúpido que soy al haberme permitido hacerlo.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Despreciable enemigo

Aún no te conozco y ya te odio.
Cuando estoy despierto siento tu kilométrica mirada recorriendo palmo a palmo los rincones de mi anatomía, eligiendo con cuidado. Cuando duermo, sueño con tus labios hinchados, agrietados y amoratados, cortados a la mitad por una especie de herida carnosa que no sangra, solo se hunde en tu cara de pasillos llenos de puertas, camillas y batas blancas.
Casi puedo imaginar cómo será tenerte cerca. Oler tu aliento, hálito de aromas dulzones, de pus e infección incontrolable.
¡Oh, coño, pero cuánto te odio!
Te alimentarás de mí, jodido bastardo. Ya puedo verte, escondido entre los pliegues de mi cuerpo. Ya puedo sentirte creciendo desde el interior, expandiéndote sin freno. Destruyendo las formas, las ideas y los órganos a tu paso. Reventando la piel, sajando los espacios que dejan los músculos que empujas, hasta asomarte para que palpe tus asquerosas cabezas.
Aquí te espero, cabrón. No puedo ni quiero huir de ti, pero no esperes sumisión, pienso borrarte a golpes esa sonrisa con la que me acechas, combatirte hasta que no me queden fuerzas ni siquiera para maldecirte. El único consuelo que me queda es que, pase lo pase, al final te llevaré conmigo a donde sea que me mandes.

domingo, 4 de septiembre de 2011

La Reunión

[Dedicado a esos dos con los que compartía mis horas nocturnas en las cafeterías de Coruña]


Caminaba solo, como de costumbre.
Daba grandes zancadas pero sus pasos eran lentos y pesados, más parecía un barco zarandeado por una tormenta en medio del océano que un hombre subiendo una cuesta.
Cuando al fin hizo cima dio un fuerte soplido y se echó las manos a los bolsillos de la gabardina. Se quedó quieto un momento, como si estudiase los alrededores. Soltó un bufido de aprobación y sacó una lata de tabaco y una pipa.
- Muy bien...- musitó mientras su aliento volaba en nubes blancas- Ya estamos aquí- y miró una vez más en torno suyo.
Había llegado a una plaza de suelo empedrado, rodeada por pequeñas casas de uno o dos pisos y coronada por una anciana iglesia reumática. La sombra del campanario parecía más larga de lo que recordaba, devorando metro tras metro de la luz azulada que lo teñía todo. Su glotonería la llevaba a lamer las puertas de los achaparrados enanos que lo miraban desde el otro lado, llevando consigo aquel agujero luminoso a modo de ojo en medio de su imaginaria cabeza.
El hombre carraspeó, juntando y apretujando mecánicamente el tabaco dentro de la cazuela de madera, ignorando el frío omnipresente de la escena. La noche, ya enterrada en las tripas de Noviembre, realmente tiritaba con un viento escarchado que tocaba los cristales y los manchaba de blanco. El hombre carraspeó una vez más, encendió un fósforo, prendió la pipa y se apoyó contra una esquina.
- Ah, sí...- dijo con voz ronca, exhalando el humo caliente. En ese momento casi le pareció una buena idea haber gastado un poco de buen whisky para quemar el interior de la cazuela. Casi.
Mordió la boquilla de la pipa y se llevó en los dedos algunas gotas de rocío que su respiración dejaba en el espeso bigote. Por un momento sintió el dolor del relámpago que lo llevaba acompañando varios años, restallando en la mitad de su espalda, bajando por la cadera y el muslo hasta la rodilla. Hundió los nudillos en la zona con una mueca y abandonó su refugio, llevándose hacia el centro de la plaza.
Las suelas levantaban ecos a su alrededor y se dio cuenta, en aquel sonido estéril, del otoño, casi muerto por el invierno, que lo rodeaba. El peso de sus muchos años, de los muchos kilómetros andados, de las muchas cajetillas de tabaco aplastadas, de las muchas botellas desteñidas hasta hacerlas transparentes, cayeron de repente sobre él. El aire se escapó de sus pulmones como si le hubiesen dado un puñetazo,  y le pareció que no iba a ser capaz de hacerlo volver. Se detuvo un momento y se echó la mano al pecho. Intentó tranquilizarse, respirando profundamente, hasta que poco a poco, el frío serenó aquella ansiedad y se sintió aliviado.
- No tienes nada... es sólo tu imaginación, sólo tu imaginación- se repetía una y otra vez en voz baja y luego en su cabeza.
-¿Cómo es posible que aún lleves esa boina?- preguntó una voz masculina, tan liviana y calmada como recordaba.
-¿Es que me reconocerías sin ella?- un hombre enjuto, con una bufanda guardando su garganta y un sombrero cubriendo una calva surcada de manchas de vejez, tapaba la luz que dejaba pasar la boca del campanario. Bajo su gabán se adivinaba una gruesa camisa gris y un chaleco. De su hombro, gastada por el uso, colgaba una bandolera de cuero. Entre los dedos, índice, anular y pulgar manchados de amarillo, humeaba un cigarrillo recién liado
-¿Llevas mucho tiempo esperando?- carraspeó y esbozó una leve sonrisa.
- El justo y necesario- se levantó y lo estrechó entre sus brazos unos largos segundos-. Te veo estupendamente, ¿te tratan bien en los agujeros en los que te metes?
- Si, bien... como siempre- asintió.
- No esperaba que llegaseis tan pronto- se unió otra voz, esta vez femenina, que se aproximaba rápidamente-. ¿No he tardado mucho, verdad?
- Todo lo contrario- dijo el viejo de la pipa, ambos girándose para esperarla. La mujer, con sus labios, rodeados de arrugas y pintados de rojo, y una blancura de nieve en la piel, parecía una fotografía en movimiento. Un jersey de lana de aspecto pesado la protegía del frío, pero sus piernas debían sufrirlo con dureza allí a donde la falda no llegaba pese a las medias. Entre sus dedos reposaba un puro a medio consumir de un inequívoco aroma a café-. Me alegro mucho de veros, se os echaba de menos.
- Lo mismo digo- sonrió el primer anciano, el otro también sonrió y asintió con energía.
-¿A quién le tocaba traer la llave?- preguntó el hombre del cigarrillo.
- Me tocaba a mí- respondió la mujer con una chispa en los ojos mientras rebuscaba en el bolso y extraía una llave de hierro algo oxidada.
- Bueno, pues vamos entonces- sentenció el viejo de la pipa, pasando los brazos por los hombros de los otros dos y se aproximaron a una de las pequeñas casas, justo enfrente a la iglesia.
Entraron sin ceremonias y encendieron la luz. Poco a poco, la casa empezó a tomar vida y un trío de risas, en especial una de ellas, más estruendosa, resonaron en la plaza. El humo se elevó desde la chimenea con calma y un olor a café recién hecho, cerveza y una fina sensación de bourbon inundaron la escena.
Por la mañana, un niño que se había despertado asustado por el ruido y las risas les oyó despedirse. Somnoliento, los miró con curiosidad mientras hablaban, los tres abrazándose con cariño. En torno a aquellas personas, el pequeño creía ver escenas contadas por aquellos ojos, aquellas arrugas, aquellas manos de aspecto frágil, igual que en un libro de colorear. Se quedó dormido un instante y, cuando su cabeza se echaba hacia adelante, abrió los ojos y los extraños ancianos ya se habían ido.

jueves, 25 de agosto de 2011

En la boca del lobo - Capítulo 1


"Así es que aquel siervo [esclavo] que, habiendo conocido la voluntad de su amo, no obstante, ni puso en orden las cosas, ni se portó conforme quería su señor, recibirá muchos azotes." Lucas 12:47

 - Es una lástima- dijo el hombre desde el escritorio en el que se sentaba-. En serio, una verdadera lástima.
 -¿Me vas a decir ahora que te doy pena?- respondió el otro, atado a una silla, con voz débil, tan rota como el resto de su cuerpo.
 - Que te hayas desmayado ha sido una lástima, ya lo creo que sí- respondió, cogiendo un cigarrillo y encendiéndolo-. Además de una falta de respeto por tu parte, Lawrence, no sabes apreciar un buen trabajo artesanal- dio una profunda calada y se echó las manos a los hombros con una mueca de dolor, haciendo crujir los huesos-. Tengo la espalda destrozada por culpa de tipos como tú, en serio, la espalda llena de nudos, mi quiropráctico está forrado, ¿te has parado a pensar en lo que sufre mis pobres músculos al estar ahí agachado jodiéndote las rodillas con un picahielos y una lima?
 - Tienes razón, Max, soy un puto cabrón insensible- no abrió los ojos por miedo a ver lo que le había hecho. En su cabeza creyó que por fortuna ya no quedaba sitio para más dolor, entonces intentó mover las piernas.
 - Y que lo digas, Lawrence, y que lo digas- suspiró cansado, observando el montón de herramientas ensangrentadas que tenía a su lado-. Yo que tú no intentaría moverme mucho, en serio, creo que hice un trabajo de primera- sonrió complacido-, esta vez van a tener que hacer algo mejor que coserte para verte otra vez por ahí dando por culo. No, creo que ahora vas a tener que dejarte la pasta en el puto protesista.
 - Eres un hijo de la grandísima puta- murmuró, recostando la cabeza sobre el respaldo de la silla. La sangre se arremolinó en su cráneo y una deliciosa sensación de mareo se lo llevó durante unos segundos hasta que se hizo insoportable, obligándole a regresar al mundo.
 -!Ah!, te las buscas tú solito- dejó el escritorio y caminó hasta el sillón al otro lado, dejándose caer en él con un sonoro bufido de alivio-. Nunca he entendido tu insistencia, Lawrence, en serio, eres un buen tipo, pero deberías aprender a dejar las cosas tal y como están.
 -¿Por qué no me matáis de una puta vez?- abrió los ojos, casi cegados por la sangre que caía sobre ellos, y los clavó en los de su torturador-. Es más barata una bala en la cabeza que toda esta mierda sado.
 - Verás- comenzó, reclinándose en el sillón para poner los pies encima del escritorio, permitiéndose otra calada antes de continuar-, porque no les gustas, Lawrence. No les gusta tu jeta, no les gusta tu voz y, lo más importante, no les gusta una mierda que andes metiendo las narices en donde no te llaman. Si algún descerebrado matón de tres al cuarto te metiese una bala en esa cabezota que tienes se sentirían profundamente decepcionados, en serio, así que, con la esperanza de que aprendas, te mandan aquí conmigo a ver si adquieres un poco de cordura- apagó el cigarrillo y cogió otros dos-. ¿Te apetece uno?
 - Por favor...
 - Además, está lo de la chica- encendió los pitillos y puso uno en los labios del prisionero-. Tampoco les gustó lo de la chica, no les gustó nada de nada. Les cabreó un huevo. No sé en qué cojones estabas pensando, pero la cagaste a base de bien.
 - Layla- la ceniza caía sobre su regazo lentamente, no es que le importase, pero guiado por ella acabó bajando la mirada y vio lo que quedaba de sus rodillas. La carne roída y desgarrada por el picahielos y las tenazas, astillado el hueso hasta el tuétano y luego limado hasta hacerlo desaparecer casi por completo. No había nada reconocible en aquella amalgama roja y blanca. Max tenía razón, esta vez estaba jodido de verdad-. Layla...
 - Sí, así se llama, sí- afirmaba con la cabeza mientras regresaba al sillón-. No es mi estilo de chica, pero no se puede decir que tengas mal gusto con las mujeres, otra cosa es la suerte que tienes al elegirlas.
 -¿Qué habéis hecho con ella?- deseó no estar atado, deseó tener una barra de hierro entre las manos y la fuerza necesaria para abrir la cabeza del hombre que tenía ante él.
 - Sabes que yo no trabajo con mujeres- contestó, levantando las manos y cerrando los ojos en un gesto de indiferencia-. Un umbral del dolor demasiado alto y unas implicaciones morales demasiado pesadas para mí. ¡Joder, Lawrence, que yo también tengo madre y esposa!, no puedo torturar a las madres y esposas de otros.
 - Estás loco- exhausto, apenas pudo escupir la colilla lo bastante lejos como para que no le cayese encima-, necesitas ayuda, Max.
 - Voy al psicólogo tres veces por semana, Lawrence, en serio- se levantó, paseando los dedos por la mesa hasta hacerlos chocar contra la cabeza de un martillo-, pero no vale de nada. Pero eso le hace feliz, tanto como a mi quiropráctico.
 -¿!Dónde está, que vais a hacerle, monstruos¡?- aulló de dolor al revolverse en la silla, de pronto se sintió débil, tanto que hasta le costó volver a tomar aire.
 - Tranquilízate, te va a dar un derrame si sigues acumulando tanto estrés- cruzó la sala y salió del campo de visión de su juguete. Desde donde estaba, el prisionero escuchó un tintineo y un golpe metálico, seco y duro contra el suelo. Segundos después vio pasar ante sus ojos una mascarilla y la goma se ciñó alrededor de su cabeza, empezó a serenarse cuando el oxígeno llegó a través del tubo-. Así está mejor, ¿te costaba respirar, verdad?, llevas muchas horas en esa posición, es normal que tengas alguna dificultad- volvió al escritorio y cogió el martillo junto a otro cigarrillo que inmediatamente incendió-. Y por ella, por ella no te preocupes demasiado, está más cerca de lo que crees- sonrió.
 - No sabe nada, Max, dejad que se vaya- las lágrimas llenaron sus ojos, limpiando la sangre que  los cubría. Desfallecía, el cerebro pareció hacerse más grande que el hueso que lo contenía y estuvo a punto de vomitar. De repente, todo se descontroló.
 - No, no, no, no- se apresuró a socorrerlo-. Tienes que relajarte, Lawrence, en serio, si entras en shock tendré que llevarte a un servicio de urgencias cualquiera y abandonarte allí.
 -¿Dónde, dónde...?- pudo preguntar entre las convulsiones.
 -¿Ves?, a esta clase de obstinación me refería- dijo mientras abría un botiquín colgado de la pared tras el escritorio, sacando de él una jeringuilla y un pequeño vial de líquido trasparente-. Espera un segundo y procura estarte quieto, puede que notes un ligero pinchazo- sonrió al clavarle la aguja en el hombro, empujando el émbolo poco a poco. Para el prisionero, aquel líquido parecía fuego entrando en su torrente sanguíneo y una presión dolorosa le hizo ponerse en tensión-. Ya está, en unos minutos o te encuentras mejor o nos vamos de excursión. Descansa un poco, en serio, te hará bien.
 - La... Lay...
 - Sí, Layla, no hace falta que me lo repitas, Lawrence, puede que me falle el pulso, pero sigo teniendo un buen oído- tiró la jeringuilla a la papelera y se apoyó al lado del espejo que dominaba la estancia, devolviendo oscuridad a las sombras, tétricas y horribles, que lo consumían todo-. De todas formas, ¿estás seguro de que quieres verla?, en tu estado no podrás hacer gran cosa.
 - Disfrutas con esto... ¿verdad... cabrón sádico?- dijo con un hilo de voz.
 - Todo lo contrario- aferró el martillo con fuerza y rompió el espejo con un golpe seco. La superficie se agrietó y con un segundo golpe se desprendieron grandes trozos que brillaron en la caída hasta estrellarse contra el suelo. Un agujero apareció en la pared, revelando una habitación al otro lado del espejo. Allí estaba ella, también atada a una silla, amordazada, con los ojos hinchados por las lágrimas y la náusea de la tela aprisionando la lengua-. ¡Et voilà!
 -!Layla¡- se intentó liberar de sus ataduras y un dolor indescriptible lo redujo a la nada. Inmóvil, sintió cómo el dolor remitía y era poco a poco substituido por un frío profundo, inmenso. Ella trató de escapar, pero también le fallaban las fuerzas; como él, llevaba demasiadas horas atrapada.
 - Ha estado ahí todo el rato- bostezó Max, dejando el martillo y cambiándolo por el picahielos-, mirando. Seguro que ha sido bastante entretenido y sobre todo instructivo, en serio, no sabes lo útil que le resultaría a algún matasanos el verme trabajar. Parece mentira que a alguno le hayan aprobado anatomía- retiró los pedazos de espejo que aún permanecían pegados al marco y se sentó en él, pasando las piernas al otro lado para entrar en la habitación contigua. Los prisioneros intercambiaron miradas de angustia, ignorado por completo los movimientos de su torturador.
 - Deja que se vaya... por favor- suplicó con desesperación, apretando los dientes hasta casi hacer sangrar las encías.
 - Me temo que eso no va a ser posible y lo sabes- contestó el otro, situándose detrás de Layla y poniéndole la mano en el hombro-. Se ve que ha sufrido mucho la pobre viéndolo todo, me pregunto si se desmayó como tú, Lawrence- descargó el puño cerrado alrededor del picahielos en el otro hombro. Ella se giró al sentir el peso del golpe y se sacudió en la silla al ver la punta de acero, intentando sacarse ambas cosas de encima-. Fueron muy específicos con lo que debía hacer con ella una vez acabase contigo, Lawrence, y pese a mis quejas y todo, no me dejaron opción, en serio. Son los que mandan, no permiten que nadie les lleve la contraria, por eso estamos todos aquí.
 - Por favor...- dijo, las lágrimas cayendo por sus mejillas al comprender lo que iba a pasar.
 - Muy claros, en serio, Layla- le ignoró y hundió los dedos en el hombro de la mujer hasta que la hizo doblarse de dolor-. Me dijeron, "Max, cuando lo haya visto todo, ya no necesitará ver nada más"- de repente, enterró el picahielos en el ojo derecho de la prisionera. El grito, aún enmudecido por la mordaza, recorrió la habitación como un trueno. Antes de que Lawrence pudiese reaccionar, el carnicero ya había extraído el picahielos y sajado el ojo izquierdo-. Ya está hecho- murmuró Max, alejándose de ella con la expresión de quien ha matado a un perro rabioso.
 La espalda de Layla formaba arcos contra el respaldo de la silla, retorciéndose, doblándose, saltando y chillando dentro de sus ataduras y su bozal. Sollozaba, impotente, devorada por el dolor. De las cuencas oculares manaba profusa la sangre, formando rápidos ríos que se deslizaban por la cara, empapaban el trapo de la boca y continuaban hacia abajo, hasta caer al suelo. Max la miraba, con el picahielos goteante aún en la mano, sintiendo la necesidad urgente de otro cigarrillo. Tal era la violencia de sus espasmos, que la mujer acabó derrumbando la silla y cayó, moviéndose en el piso como un pez ahogándose. El sonido de la madera chocando contra el suelo liberó a Lawrence del horror, permitiéndole gritar a pleno pulmón hasta que una tos, seca, dura, se lo impidió.
 -¡¡Te mataré, te juro que te mataré hijo de puta!!- aulló el hombre, tosiendo y llorando, casi ahogándose.
 - Esto tampoco ha sido plato de buen gusto para mí, Lawrence, en serio- dio un respingo y soltó el picahielos como si de repente le quemase en la mano-. En serio, no tenía más opción que hacerlo- dio otro respingo y salió de la pequeña habitación del mismo modo en el que había entrado. Se quedó de pie delante del escritorio y cogió el tan deseado cigarrillo. Layla seguía gritando dentro de la mordaza.
 -¡Hijos de puta, malnacidos, os mataré, os mataré!- fuera de sí, ya casi no sentía todo lo que le había hecho.
 - Por favor, Lawrence, ya hemos acabado, no me pongas esto más difícil de lo que ya es- dijo, abriendo el botiquín y extrayendo una nueva jeringuilla llena de un fluido amarillento-. Con esto te sentirás mejor- le dio unos golpes con el dedo mientras empujaba ligeramente el émbolo para extraer el aire del interior y le inyectó-. Mucho mejor, te lo aseguro.
 - Te buscaré, Max, y los buscaré a ellos- gruñó, sintiendo como las pocas energías que le quedaban se escapaban rápidamente sin que pudiese hacer nada. Los músculos se relajaron casi por completo, apenas podía mantener los ojos abiertos-. Te juro... te juro...
 - Lo sé, Lawrence, lo sé, en serio- se limitó a responder el torturador, acariciándole la cabeza-. Puede que acabes encontrándome, pero a ellos, a ellos no creo que los encuentres nunca y aunque lo hagas, no podrás tocarles ni un pelo. Todo ha sido inútil, Lawrence, todo lo que has sufrido, lo que ha sufrido esa pobre mujer, todo inútil.
 Max asió una navaja del escritorio y cortó las cuerdas que sostenían al prisionero. Éste cayó a plomo en el suelo, arrancándose la máscara de oxígeno de la cara en el proceso. Se agachó a recogerlo y lo levantó con visible esfuerzo hasta sentarlo de nuevo. Ya se alejaba cuando notó los brazos del hombre cerrándose alrededor de su cintura, y un dolor punzante en la base del cuello le hizo gritar cuando le hundió los dientes en la carne. Quiso desembarazarse de él, pero no podía luchar contra el peso que lo arrastraba hacia abajo y con el fuego que le nublaba la vista. Finalmente, Max, que forcejeaba con una bestia que ya no le iba a dejar escapar, perdió pie al pisar la máscara de plástico y resbaló. Ambos cayeron, golpeando el escritorio que volcó, arrojando todo lo que en él reposaba.
 -¡Quítate de encima, cabrón!- ladró Max mientras le daba puñetazos al animal en la sien. Su cuerpo se estremeció por completo cuando Lawrence cerró con más fuerza y tiró hacia fuera, arrancándole un pedazo de carne. Alzándose sobre él, el prisionero hundió el índice y el pulgar de una mano en los ojos del otro.
 -¡Que te jodan!- gritando, el torturador le echó las manos al brazo y a la cara, tratando de alejarlo. Mientras luchaban, la mano libre de Lawrence topó con algo frío y duro, lo cogió sin ni siquiera mirarlo y golpeó con ello la boca de su enemigo. El martillo destrozó varias piezas dentales en la bajada y Max volvió a sentir lo que era el dolor. Una y otra vez, el martillo se estrelló contra la cara del monstruo hasta que dejó de moverse. Sudando, jadeante por el esfuerzo, Lawrence se echó a un lado. Se dejó caer justo al lado de Max y le miró. Su cara era un reguero de cardenales que lo guiaban hacia la línea sanguinolenta en la que había convertido las encías-. Ahora también vas a tener que dejarte la puta pasta en un dentista, cabrón.
 -¡Lawrence!- exclamó de repente la voz de Layla-. ¡Lawrence, por el amor de Dios, Lawrence!
 - Layla, cariño, estoy aquí.
 -¡Oh, Dios, Lawrence, me ha dejado ciega, me ha dejado ciega!- sollozó, aterrada.
 - Lo sé, mi amor, lo sé- dijo, intentando incorporarse. No sentía las piernas y, viendo el estado de sus rodillas, prefería que así fuese-. No te preocupes, voy a soltarte.
 - Lawrence- la voz le temblaba por el intenso dolor, el miedo y la congoja-, ¿qué nos ha hecho?
 - Lo superaremos, cielo, ahora voy- se arrastró, cargando con el peso muerto de las piernas. Resoplando, usó el escritorio para trepar y se encaramó al marco vacío que había dejado el espejo. Alzó los ojos y vio una puerta en la que no había reparado antes, ahora abierta, a un lado de la habitación. Miró hacia Layla y se encontró con los ojos de dos hombres que la flanqueaban-. Oh, no... mierda, no.
 -¿Qué pasa, Lawrence, qué pasa?
 - No pasa nada, cielo, no pasa na...- no pudo terminar la frase cuando la culata de un revólver le impactó en la cara, casi rompiéndole la nariz y dejándole sin sentido.
  -¡Lawrence, Lawrence!- gritó Layla cuando escuchó el sonido del choque y el cuerpo del hombre regresando al piso. Chilló pero pronto le ataron de nuevo la mordaza. En ese momento supo que nunca saldrían de allí.
  

jueves, 11 de agosto de 2011

Tahúr

Me gano la vida sangrando a los desgraciados que se sientan a una mesa de juego y se olvidan de todo lo que saben, de lo que son y de lo que les rodea. A los que reducen el mundo a las cartas que les ponen delante, acuciados por una voluntad irrefrenable de jugar, suceda lo que suceda.
Para este trabajo no hay nada como la baraja francesa. Es mi talismán, mi fetiche, pero lo cierto es que sus formas y colores resultan, de alguna forma, hipnóticos, como si los naipes tuviesen en efecto la capacidad de pegarte a la silla y hacerte seguir adelante, siempre adelante sin importar lo que pierdas o lo que ganes. Picas, corazones, tréboles y diamantes. Le rouge et le noir en una combinación exquisita que muchos conocen, algunos aprecian y muy pocos realmente comprenden.
Lo bueno del oficio es que, una vez aprendes a buscar, nunca te faltan lugares u ocasiones en las que barajar. Sólo tienes que poner atención, es en donde más suena el deslizar de las cartas que habitan la desesperación y la avaricia que persigues. Lo malo es que por muy hábil que seas, por mucha suerte que creas tener, siempre encontrarás a alguien con más habilidad, mejor suerte y perderás. El secreto es no dejarte llevar, no convertirte en lo que comes.
Pero no es fácil.
Hay partidas que no se pueden ganar y eso es algo que tuve que aprender a golpes. Todo empezó cuando entró en escena, con esos ojos como agujeros negros que engullían la habitación. Tenía que haberme levantado, salido de allí y, una vez me hubiese perdido de vista, corrido como alma que lleva el Diablo. No recuerdo que perdiese una sola mano aquella noche, pero sé que me dejó sin blanca. Bebimos a su cuenta, como no podía ser de otra forma, hasta que nos retiramos a su casa, tropezándonos con la gente que se acababa de levantar. De aquella primera mesa le acompañé a muchas otras, sintiéndome, poco a poco, como un premio más que había ganado o, peor aún, como una pequeña mascota que llevaba consigo para entretenerse.
Un día, mientras dormía, me escapé de su abrazo y salí de nuevo. No me costó encontrar el olor del tabaco y el sudor que acompaña a los movimientos de las cartas. Volví a sentir lo que era ser la mano que guía el juego, a ser libre de su presencia y ganar. Regresé triunfante antes de que se despertase y me deslicé a su lado sin que se diese cuenta o eso creí.
Al principio no lo noté, pero las cosas empeoraron cada vez más y deprisa. Las discusiones eran más frecuentes y violentas, nos arrastrábamos mutuamente a la compañía de otros sólo para no escucharnos, hasta que finalmente empezó a perder y yo no dejé de hacerlo. Por mi parte, sin querer ver lo que pasaba, seguí escabulléndome cuando él ya no podía más y se derrumbaba como sin vida sobre la cama, disfrutando al máximo de aquellas horas en las que recuperaba mis ánimos, mi antiguo ser.
Volvía de una de mis galopadas y ya cerraba la puerta cuando sentí aquella mirada suya taladrándome la nuca desde el pasillo. No me atreví a girarme. El corazón me dio un vuelco cuando me agarró del brazo y me arrojó fuera, arrancándome las llaves sin ni siquiera detenerse un segundo a mirarme, dejándome allí, inmóvil, entre la sorpresa y el terror. Lo sabía, y lo más terrible era que siempre lo había sabido, no había podido engañarle. Una náusea me sacudió y la bilis subió por la garganta. Me tiré contra la puerta golpeando la madera con todas mis fuerzas, llorando, suplicándole que me dejase entrar, que me perdonase, que le amaba y muchas otras cosas que ya no quiero recordar. Pasé toda la noche esperando al lado de aquella puerta, pero no la abrió nunca más. Prefiero no saber cuántas veces le llamé en los días que siguieron por que en ningún momento contestó.
Después de aquello, tardé bastante tiempo en ponerme de nuevo tras el rastro de una presa. Cada vez que escuchaba el sonido de los naipes reptando de una mano a otra me echaba a llorar, pues parecía que lo único que sabía hacer ahora era humillarme a sus pies y que todo lo demás se había quedado en el camino. Sin embargo, a penas consciente de ello, me senté en una mesa, repartieron y gané. Con el tiempo, todo volvió a la normalidad aunque, con más frecuencia de la que hoy puedo admitir, los recuerdos me hacían beber más de la cuenta.
Volví a verle, por supuesto, en uno de los antros que frecuentábamos. La verdad es que observándole, tan confiado y sereno, parecía que no había nada ni nadie capaz de derrotarlo. Me uní a la partida. No nos saludamos. Perdí la primera mano, después una segunda y una tercera. Apostaba sin pensar, no miraba las cartas, sólo apostaba. Empezó a sonreír y yo aparté los ojos de él por primera vez. Fui yo quien acabó llevándose todo cuanto se había puesto en juego. La partida acabó, y mientras los demás se lamentaban de su mala estrella, él intentó hablar conmigo, pero no quise escucharle.
De la Tour lo sabía, las cartas más importantes son los ases y su tahúr usó el de diamantes para ganar. La baraja francesa es la mejor para este trabajo, está hecha para depositar en ella tu vida entera y jugarla a una única mano, pero no puedes pretender ganar cuando de la tuya un tahúr cualquiera ha robado el as de corazones.

viernes, 29 de julio de 2011

!Sonríe, estás muerto! - Bienvenidos

[NOTA: brevísimo prólogo de un proyecto que hace tiempo que me ronda la sesera y que tengo pensado retomar cuando ese par de relatillos demoníacos estén listos. Espero que os guste.]



En la oscuridad del teatro las sombras más tenebrosas que son el telón se retiran lentamente. El público guarda silencio.
La impenetrable noche se aclara y un único haz de luz ilumina el entarimado bajando desde el infinito que se eleva sobre él. En el centro del círculo luminoso se puede ver un pedestal de inspiración griega sobre el que descansa, en un cojín del más rojo terciopelo, un pelado cráneo tan blanco como el alabastro que lo sostiene.
Todo sigue en silencio.
Los murmullos del respetable vuelven sobre la quietud del escenario.
De repente, la inmóvil calavera comienza a agitarse y a hablar:

CALAVERA. -!Buenas noches, muy buenas noches, damas y caballeros, bienvenidos una noche más a nuestra función! Estamos encantados de tenerles a todos aquí de nuevo y esperamos que al terminar ustedes también estén encantados de haber venido. Mi nombre es Francisco Gómez y hoy seré su presentador. Un honor que se me ha concedido ya que conozco como pocos al protagonista de la historia que se representará a continuación. (Haciendo una pequeña pausa.) ¡No, no, amigos, no!, por fortuna para todos nosotros no vamos a hablar de mí, mi vida fue tan aburrida que se puede decir que ya estaba muerto cuando aún había carne en estas mejillas. (El auditorio al completo estalla en carcajadas.) No, damas y caballeros, la historia de hoy es la de Daniel Tejado, erudito, aventurero, gentilhombre y gran amigo mío al que tuve la fortuna de aventajar, al menos, en el camino a la sepultura. (Risas de nuevo.) Ahora en serio, conocí a Daniel cuando ambos éramos jovencitos universitarios atolondrados en la universidad de cierta ciudad sin mar, cursando la maravillosamente gratificante carrera de Historia. Aún a día de hoy, nadie sabe cómo dos personas tan distintas pudieron hacer tan buenas migas. Yo era un chiquillo más bien callado y reservado, mientras que Daniel gozaba de una picardía y vitalidad que a mi me faltaba. Fuimos uña y carne, las dos caras de la misma moneda, se lo aseguro. Pero como suele ocurrir con estas cosas, cuando se terminaron los años de estudio, nuestros caminos se separaron.
>> Yo conseguí con todo mi empeño encerrarme en la misma universidad en la que había estudiado, enseñando las mismas cosas que me habían enseñado, y Daniel decidió recorrer el mundo para ver de primera mano las consecuencias de lo que había aprendido. Soñador incorregible, jamás se ató a nada ni nadie, libre para vagar a sus anchas por el Globo. Pese a todo, nunca se olvidó de mí y continuamente me llegaban postales, cartas y paquetes con sellos de países cercanos y lejanos, además de alguna llamada ocasional. La verdad es que nunca podré agradecer lo suficiente el gran detalle que tuvo de abandonar su, por entonces, morada en el Quinto Infierno en el que se encontraba sólo para venir a ver mi cadáver frío metido dentro de una caja de pino. El hecho de ver mis desgraciados restos después del accidente de tráfico que me catapultó aquí le hizo pensar en su propio fin, así que decidió que ya era hora de empezar a vivir de una forma más tradicional, lamento no tener dedos para usar comillas, y ser un hombre digno de ser tratado como tal. Se afincó en su ciudad natal, buscó un estupendo trabajo que le llenaba, se casó y tuvo una ruidosa prole de tres hijos. Éste, precisamente, fue el principio del fin de este pobre hombre, ¡pero no adelantemos demasiados acontecimientos!, ¿no es así? Baste decir, señoras y señores, que Daniel Tejado era un buen hombre al que la muerte no hizo libre.
>> Sin más preámbulos, este teatro tiene el orgullo de presentar una pequeña y humilde obra a la que el propio Daniel ha bautizado como "¡Sonríe, estás muerto!".

El público aplaude y silba. La luz se apaga y las sombras del telón se cierran.

miércoles, 27 de julio de 2011

III

Tú, que clamas a dioses que desaparecieron hace tanto bajo el polvo levantado por nuevas deidades, ¿por qué has dejado de bailar conmigo?
Tú, que tanto insistes en buscarme, deberías entender mejor que nadie el drama escondido tras los cercos ya secos que dejó la espuma y los ceniceros no llenos. Pero te alejas de la pista, cuando aún tienes la espalda destrozada y los pies en carne viva, sin esperar siquiera a que suene alguna pieza que podamos compartir.
Tú, encerrado en el círculo de vergüenza que dejan tus pasos, permites que pase ignorado ante ti como si fuese el simple caminar del arrollo o el llanto de la brisa pese a que sabes, pues de seguro lo sabes, que negarte a mí es despreciar el único conocimiento que una vida avariciosa fue capaz de concederte sin pedir nada a cambio.
A ti, tan esquivo y tan anhelante, me he acercado usando mis mejores disfraces. En cientos de Lunas he cogido tus manos y a tirones obligado a dar los pasos de mi danza, malgastando mis antifaces de rosa, clavel, azalea y lila para encontrarte un ocaso más malogrando el blanco entre cinco pilares de esterilidad y globularia.
Tú, que no tienes remedio, me persigues y eres incapaz de verme delante de tus narices, me rehuyes y me encuentras en donde no hay otra cosa que tu deseo. Si sólo dejases de correr de un lado a otro con esos ojos enturbiados en gotas amarillas, con el cerebro ardiendo siempre con preguntas a las que difícilmente se les pueden dar las respuestas que quieres. Acuéstate, descansa y duerme, recobra fuerzas, deja que mis manos se hundan en tus caderas y que sean las horas, no tus impertinencias, las que te dejen solo.
Pero claro, puede que pese a todo, siga pidiéndote demasiado. Al fin y al cabo, no eres otra cosa que tú.

domingo, 24 de julio de 2011

Fabián

Pese a que recogieron gran parte de sus frases, los cronistas de la época cometieron un terrible fallo que les llevó a dejar mutilado este momento:
-!Van a saber esa putas "rojas" lo que son hombres de verdad, no castrados como tienen, y por mucho que griten y pataleen no van a dejar de conocernos!
Éstas, y no otras, fueron las palabras del teniente general Queipo de Llano durante los primeros lances de la toma de Sevilla. Aunque no era Quevedo, el militar había conseguido camuflar, tras una máscara de dura y directa prosa, una realidad completamente desconocida para un desgraciado soldado raso que alcanzó a oír sus palabras.
Fabián Rodríguez Peñas, "el Cojo" para sus paisanos y resto de Regulares, contaba con 24 años bien cumplidos pero no conocía otro coño que el de su santa madre, por lo que las palabras de Queipo calaron especialmente en su cacúmen aún a costa del casco. Aquellos patrióticos exabruptos transportaron al soldado a un paisaje de eras cubiertas de mies ya trillada, con el olor inconfundible de uvas recién pisadas y el canto de agua fresca. Allí imaginóse rodeado por diosas del sexo de pechos firmes, pieles nacionales o exóticas y entrepiernas anhelantes de su atención. Una sana y justificada erección convirtió sus pantalones en una cárcel de tela.Para su desgracia, ese pequeño gusano que habita en la profundidad de la memoria se sacudió para sacarlo de su paraíso soñado. El telón cayó y se vio en los brazos de María Isabel, la hija de Agustín, dueño de la taberna del pueblo, metiéndose mano mutuamente tras la barra que hacía unos minutos aún gobernaba el viejo. Sus mejillas se pusieron rojas recordando que, ella con la falda remangada, y él con las manos en el cinturón, no pudo hacer otra cosa que mirarla con ojos vidriosos mientras descargaba en sus calzoncillos. Que jaleo se montó entonces. María gritándole a pleno pulmón, Agustín bajando por las escaleras con la escopeta en las manos, y el trueno del arma cuando los perdigones dieron en la pierna derecha del Fabián que huía intentando no perder el equilibrio con los pantalones a medio bajar. Fue la propia María la que se encargó de que su mote y la fama que espantó a toda compañía femenina se extendiesen por todo el pueblo. Aunque a ella tampoco le fue muy bien, metida a monja por orden paterna después de un fin de semana en la casa de don Pedro, el abad, y del hermano que su madre, Carmen la de los Arriba, le dio con 57 años nueve meses después de aquello.
Un codazo lo devolvió a la realidad. Queipo de Llano continuaba exhortando a las tropas con peroratas que pasarían a la posteridad aunque solo fuese gracias a sus memorias. Por fin dieron la orden de avanzar hacia Triana. Fabián estaba más que motivado, hasta tal punto sabía el teniente general con qué animar a sus tropas, pero notaba un ligero picor en la parte alta de la nuca que casi siempre venía a significar que su sesera intentaba decirle que se olvidaba de algo.
Con un clic que más parecía el sonido del cerrojo de un fusil deslizándose, le vino a los ojos la cara de su hermano Diego,o al menos la que recordaba. Seis años mayor que él, había abandonado la casa familiar y el pueblo otra media docena de años atrás. Diego huía de la severidad de un padre con un yugo asaeteado en la solapa y de la incomprensión de una madre perdida en los misterios del Señor. Fabián había sido el único lector de la primera y última carta que su hermano mandó en todos sus años de exilio. Pese a que no comprendía o compartía las ideas que Diego expresaba, Fabián decía para sus adentros que lo respetaba, pero no lo suficiente como para confesar ante sus progenitores que había leído la carta y mucho menos como para responderla. Entonces se dio cuenta de lo que sus entrañas le susurraban, era gracias a aquella carta que Fabián sabía en donde buscar a su hermano, en una ciudad que pisaba desde hacía días. Se pregunto si su hermano viviría aún en Sevilla, si lo vería, si formaría parte de las columnas milicianas de Triana o de la Macarena, si seguiría afiliado al POUM del que tanto hablaba en su carta, si se habría casado, si tendría sobrinos, si seguiría vivo o ya habría muerto aquel julio del 36. Se sintió cansado, el fusil le pesaba en las manos tanto como el casco en la cabeza, caminaba sobre calles que se convirtieron en pantanos y con el corazón golpeándole hasta las yemas de los dedos se desvaneció.
Volvió en si en un camastro a salvo del Sol por una lona. La actividad bullía a su alrededor. Todos celebraban la derrota de los milicianos y la toma final de la ciudad. Fabián se escabulló sin ser visto a un callejón alejado del bullicio. Cerró los ojos y regresó a aquella primera visión del día, compartiendo su virilidad con cuantas mujeres pasaban desnudas ante él, abrió la boca e introdujo el cañón de una Astra robada entre los dientes. Acariciaba unos nuevos labios rojos de pasión por él cuando la pistola se corrió en su garganta.