jueves, 16 de septiembre de 2010

El reproche

La mujer se arrodilló en un rincón, al lado de la chimenea, y observó los rescoldos humeantes que dejó el fuego. Empezó a soplar sobre las cenizas aún rojas hasta que prendieron de nuevo. Una llama radiante iluminó por fin sus pálidas mejillas y pareció embellecer aquellos ojos oscuros que una vez fueron hermosos. Lentamente, arrastrando los pies, se acercó al polvoriento tocadiscos. Con cuidado situó la aguja en el borde del vinilo y Léo Ferré empezó a cantar “La Transformación del Vampiro” de Baudelaire. Escuchó extasiada durante unos segundos, se giró y fue hacia el sillón con iguales fatigas. Se sentó con grandes dificultades, torciéndose su cara de dolor, suspirando ruidosamente al descansar la espalda. La anciana miró entonces un retrato, casi tan viejo como ella, que le devolvía la mirada desde la chimenea y, mientras Ferré y el piano comenzaban con la segunda parte del poema, dijo:
- Nunca debiste apartarte de mí aquella noche en París, Charles.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Una pesadilla

Sentado frente al fuego me dejo caer en el sueño, llevado por el latido del reloj.
De repente, un olor a vinagre me hace abrirme en arcadas pero aún puedo oír el siseo asqueroso que lo acompaña. Giro la cabeza y por el umbral sin puerta aparece una serpiente, negra como el carbón, sus escamas brillan como esquirlas de azabache. La bífida lengua sale una y otra vez de su boca, se eleva un instante y mira a su alrededor. Poco a poco, repta hacia mí. Ni siquiera intento moverme. Estoy dormido. Sus anillos se enroscan en mis piernas cruzadas, siento su cuerpo frío aún a través de la ropa. La cabeza del tamaño de un puño, se acerca a mi cara. Me toca. Me… ¿besa? No intento moverme. Estoy despierto.
-¿Quién- preguntó ella con una voz como nunca había escuchado otra- eres tú?, ¿qué haces aquí?, no has nacido aquí, no has crecido aquí, pero sí que has llorado aquí.
- Yo no he llorado- respondí.
-¿No has llorado?- rió la serpiente- ¿No es tuyo el rastro que he seguido?, ¿no son tus lágrimas las que he bebido?
- Yo no he llorado- contesté.
Su roja lengua tocó mi mejilla. Una. Dos. Tres veces. El reloj, ¿las tres de la madrugada?
- Sí- siseó ella-, sí que has llorado, y sigues haciéndolo- tal y como vino empezó a moverse, lentamente. Pasó sus escamas por mi cara mientras pasaba por mis hombros, ¡que cálidas eran! Lloro.
Ya no la siento. No sé a donde se ha ido. Miro a la negrura de la chimenea, pero el fuego ya no está. En su lugar está sentada ella, con su vestido de tela blanca, con el pelo largo y oscuro que le cae hasta la cintura. La muñeca de mi habitación. La muñeca del desván. Me mira con sus ojos deformados… no puedo soportar su mirada. No puedo…
Despierto en mi cama. Sobre la almohada un fino y largo cabello negro y una cinta de tela blanca.