domingo, 4 de septiembre de 2011

La Reunión

[Dedicado a esos dos con los que compartía mis horas nocturnas en las cafeterías de Coruña]


Caminaba solo, como de costumbre.
Daba grandes zancadas pero sus pasos eran lentos y pesados, más parecía un barco zarandeado por una tormenta en medio del océano que un hombre subiendo una cuesta.
Cuando al fin hizo cima dio un fuerte soplido y se echó las manos a los bolsillos de la gabardina. Se quedó quieto un momento, como si estudiase los alrededores. Soltó un bufido de aprobación y sacó una lata de tabaco y una pipa.
- Muy bien...- musitó mientras su aliento volaba en nubes blancas- Ya estamos aquí- y miró una vez más en torno suyo.
Había llegado a una plaza de suelo empedrado, rodeada por pequeñas casas de uno o dos pisos y coronada por una anciana iglesia reumática. La sombra del campanario parecía más larga de lo que recordaba, devorando metro tras metro de la luz azulada que lo teñía todo. Su glotonería la llevaba a lamer las puertas de los achaparrados enanos que lo miraban desde el otro lado, llevando consigo aquel agujero luminoso a modo de ojo en medio de su imaginaria cabeza.
El hombre carraspeó, juntando y apretujando mecánicamente el tabaco dentro de la cazuela de madera, ignorando el frío omnipresente de la escena. La noche, ya enterrada en las tripas de Noviembre, realmente tiritaba con un viento escarchado que tocaba los cristales y los manchaba de blanco. El hombre carraspeó una vez más, encendió un fósforo, prendió la pipa y se apoyó contra una esquina.
- Ah, sí...- dijo con voz ronca, exhalando el humo caliente. En ese momento casi le pareció una buena idea haber gastado un poco de buen whisky para quemar el interior de la cazuela. Casi.
Mordió la boquilla de la pipa y se llevó en los dedos algunas gotas de rocío que su respiración dejaba en el espeso bigote. Por un momento sintió el dolor del relámpago que lo llevaba acompañando varios años, restallando en la mitad de su espalda, bajando por la cadera y el muslo hasta la rodilla. Hundió los nudillos en la zona con una mueca y abandonó su refugio, llevándose hacia el centro de la plaza.
Las suelas levantaban ecos a su alrededor y se dio cuenta, en aquel sonido estéril, del otoño, casi muerto por el invierno, que lo rodeaba. El peso de sus muchos años, de los muchos kilómetros andados, de las muchas cajetillas de tabaco aplastadas, de las muchas botellas desteñidas hasta hacerlas transparentes, cayeron de repente sobre él. El aire se escapó de sus pulmones como si le hubiesen dado un puñetazo,  y le pareció que no iba a ser capaz de hacerlo volver. Se detuvo un momento y se echó la mano al pecho. Intentó tranquilizarse, respirando profundamente, hasta que poco a poco, el frío serenó aquella ansiedad y se sintió aliviado.
- No tienes nada... es sólo tu imaginación, sólo tu imaginación- se repetía una y otra vez en voz baja y luego en su cabeza.
-¿Cómo es posible que aún lleves esa boina?- preguntó una voz masculina, tan liviana y calmada como recordaba.
-¿Es que me reconocerías sin ella?- un hombre enjuto, con una bufanda guardando su garganta y un sombrero cubriendo una calva surcada de manchas de vejez, tapaba la luz que dejaba pasar la boca del campanario. Bajo su gabán se adivinaba una gruesa camisa gris y un chaleco. De su hombro, gastada por el uso, colgaba una bandolera de cuero. Entre los dedos, índice, anular y pulgar manchados de amarillo, humeaba un cigarrillo recién liado
-¿Llevas mucho tiempo esperando?- carraspeó y esbozó una leve sonrisa.
- El justo y necesario- se levantó y lo estrechó entre sus brazos unos largos segundos-. Te veo estupendamente, ¿te tratan bien en los agujeros en los que te metes?
- Si, bien... como siempre- asintió.
- No esperaba que llegaseis tan pronto- se unió otra voz, esta vez femenina, que se aproximaba rápidamente-. ¿No he tardado mucho, verdad?
- Todo lo contrario- dijo el viejo de la pipa, ambos girándose para esperarla. La mujer, con sus labios, rodeados de arrugas y pintados de rojo, y una blancura de nieve en la piel, parecía una fotografía en movimiento. Un jersey de lana de aspecto pesado la protegía del frío, pero sus piernas debían sufrirlo con dureza allí a donde la falda no llegaba pese a las medias. Entre sus dedos reposaba un puro a medio consumir de un inequívoco aroma a café-. Me alegro mucho de veros, se os echaba de menos.
- Lo mismo digo- sonrió el primer anciano, el otro también sonrió y asintió con energía.
-¿A quién le tocaba traer la llave?- preguntó el hombre del cigarrillo.
- Me tocaba a mí- respondió la mujer con una chispa en los ojos mientras rebuscaba en el bolso y extraía una llave de hierro algo oxidada.
- Bueno, pues vamos entonces- sentenció el viejo de la pipa, pasando los brazos por los hombros de los otros dos y se aproximaron a una de las pequeñas casas, justo enfrente a la iglesia.
Entraron sin ceremonias y encendieron la luz. Poco a poco, la casa empezó a tomar vida y un trío de risas, en especial una de ellas, más estruendosa, resonaron en la plaza. El humo se elevó desde la chimenea con calma y un olor a café recién hecho, cerveza y una fina sensación de bourbon inundaron la escena.
Por la mañana, un niño que se había despertado asustado por el ruido y las risas les oyó despedirse. Somnoliento, los miró con curiosidad mientras hablaban, los tres abrazándose con cariño. En torno a aquellas personas, el pequeño creía ver escenas contadas por aquellos ojos, aquellas arrugas, aquellas manos de aspecto frágil, igual que en un libro de colorear. Se quedó dormido un instante y, cuando su cabeza se echaba hacia adelante, abrió los ojos y los extraños ancianos ya se habían ido.

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