domingo, 24 de julio de 2011

Fabián

Pese a que recogieron gran parte de sus frases, los cronistas de la época cometieron un terrible fallo que les llevó a dejar mutilado este momento:
-!Van a saber esa putas "rojas" lo que son hombres de verdad, no castrados como tienen, y por mucho que griten y pataleen no van a dejar de conocernos!
Éstas, y no otras, fueron las palabras del teniente general Queipo de Llano durante los primeros lances de la toma de Sevilla. Aunque no era Quevedo, el militar había conseguido camuflar, tras una máscara de dura y directa prosa, una realidad completamente desconocida para un desgraciado soldado raso que alcanzó a oír sus palabras.
Fabián Rodríguez Peñas, "el Cojo" para sus paisanos y resto de Regulares, contaba con 24 años bien cumplidos pero no conocía otro coño que el de su santa madre, por lo que las palabras de Queipo calaron especialmente en su cacúmen aún a costa del casco. Aquellos patrióticos exabruptos transportaron al soldado a un paisaje de eras cubiertas de mies ya trillada, con el olor inconfundible de uvas recién pisadas y el canto de agua fresca. Allí imaginóse rodeado por diosas del sexo de pechos firmes, pieles nacionales o exóticas y entrepiernas anhelantes de su atención. Una sana y justificada erección convirtió sus pantalones en una cárcel de tela.Para su desgracia, ese pequeño gusano que habita en la profundidad de la memoria se sacudió para sacarlo de su paraíso soñado. El telón cayó y se vio en los brazos de María Isabel, la hija de Agustín, dueño de la taberna del pueblo, metiéndose mano mutuamente tras la barra que hacía unos minutos aún gobernaba el viejo. Sus mejillas se pusieron rojas recordando que, ella con la falda remangada, y él con las manos en el cinturón, no pudo hacer otra cosa que mirarla con ojos vidriosos mientras descargaba en sus calzoncillos. Que jaleo se montó entonces. María gritándole a pleno pulmón, Agustín bajando por las escaleras con la escopeta en las manos, y el trueno del arma cuando los perdigones dieron en la pierna derecha del Fabián que huía intentando no perder el equilibrio con los pantalones a medio bajar. Fue la propia María la que se encargó de que su mote y la fama que espantó a toda compañía femenina se extendiesen por todo el pueblo. Aunque a ella tampoco le fue muy bien, metida a monja por orden paterna después de un fin de semana en la casa de don Pedro, el abad, y del hermano que su madre, Carmen la de los Arriba, le dio con 57 años nueve meses después de aquello.
Un codazo lo devolvió a la realidad. Queipo de Llano continuaba exhortando a las tropas con peroratas que pasarían a la posteridad aunque solo fuese gracias a sus memorias. Por fin dieron la orden de avanzar hacia Triana. Fabián estaba más que motivado, hasta tal punto sabía el teniente general con qué animar a sus tropas, pero notaba un ligero picor en la parte alta de la nuca que casi siempre venía a significar que su sesera intentaba decirle que se olvidaba de algo.
Con un clic que más parecía el sonido del cerrojo de un fusil deslizándose, le vino a los ojos la cara de su hermano Diego,o al menos la que recordaba. Seis años mayor que él, había abandonado la casa familiar y el pueblo otra media docena de años atrás. Diego huía de la severidad de un padre con un yugo asaeteado en la solapa y de la incomprensión de una madre perdida en los misterios del Señor. Fabián había sido el único lector de la primera y última carta que su hermano mandó en todos sus años de exilio. Pese a que no comprendía o compartía las ideas que Diego expresaba, Fabián decía para sus adentros que lo respetaba, pero no lo suficiente como para confesar ante sus progenitores que había leído la carta y mucho menos como para responderla. Entonces se dio cuenta de lo que sus entrañas le susurraban, era gracias a aquella carta que Fabián sabía en donde buscar a su hermano, en una ciudad que pisaba desde hacía días. Se pregunto si su hermano viviría aún en Sevilla, si lo vería, si formaría parte de las columnas milicianas de Triana o de la Macarena, si seguiría afiliado al POUM del que tanto hablaba en su carta, si se habría casado, si tendría sobrinos, si seguiría vivo o ya habría muerto aquel julio del 36. Se sintió cansado, el fusil le pesaba en las manos tanto como el casco en la cabeza, caminaba sobre calles que se convirtieron en pantanos y con el corazón golpeándole hasta las yemas de los dedos se desvaneció.
Volvió en si en un camastro a salvo del Sol por una lona. La actividad bullía a su alrededor. Todos celebraban la derrota de los milicianos y la toma final de la ciudad. Fabián se escabulló sin ser visto a un callejón alejado del bullicio. Cerró los ojos y regresó a aquella primera visión del día, compartiendo su virilidad con cuantas mujeres pasaban desnudas ante él, abrió la boca e introdujo el cañón de una Astra robada entre los dientes. Acariciaba unos nuevos labios rojos de pasión por él cuando la pistola se corrió en su garganta.

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