martes, 28 de diciembre de 2010

I

Cuesta abajo o cuesta arriba, pero siempre sin frenos, mirando en todas direcciones sin cuidar por donde ando perdido, aunque sé que en algún lugar aguarda un agujero cuyos tamaño y profundidad prefiero ignorar.
Jalonando de espuma, humo y tinta cada paso, acompañado por el recuerdo de caricias que fueron y por los besos de musas de apetitos insaciables. Siempre, siempre sin olvidar los días en los que todo era oro encerrado en un frasco.
Destrozándose mis manos acariciando melenas de acero o perdiendo la lengua en bocas de papel de lija o la voz dentro de oídos que sólo oyen, para encontrarme renacido, aunque cada vez un poco más muerto, en los brazos de nuevas estatuas céreas que me van llevando a trompicones, sin orden, a algún lugar.
Entonces amanece en otros Universos y se hace de noche sobre mi cabeza. Me encontrará el Sol Nocturno en alguna barra, agarrado a un cenicero cargado de colillas como si fuese mi más preciado tesoro, con cristal marcado de ciervos blancos y los ojos vidriosos.
Esperando.
La Gloria de la aventura murió con los neones, y la de éstos con el auge de la decadencia que representan, suponiendo que alguna vez gozaron de algo parecido. Iluminan a los magníficos carroñeros que un día fueron personas, presentándolos como abominables y horribles caricaturas de humanidad. Todo ello es la música de la civilización: terrible, bella, orgullosa y fúnebre. No puedo evitar escucharla con devoción religiosa y dejarme arrastrar a los excesos a los que canta. Rezando con las manos juntas, penitente de amor y odio por Ella.
Esperando, maldita sea.
Esperando mi turno. Algún día llegará, justo antes de que yo también encuentre el borde del agujero.

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